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jueves, 28 de agosto de 2014

Viajar a Colombia con mi cédula de venezolano. Por Luis Vicente León


Por Luis Vicente León | Prodavinci

Por mi trabajo, soy lo que podría llamarse un viajero frecuente. Ya se imaginarán ustedes lo que significa para mí la situación que estamos viviendo en Venezuela con los pasajes aéreos, tanto nacionales como internacionales. Mis opciones se han reducido dramáticamente y ahora para conseguir boletos me quedan sólo dos alternativas. La primera es llamar a cuanta gente conozco para mendigar una ayudadita con una reserva a como dé lugar. La segunda es pedirle a las instituciones y empresas que me invitan que paguen los pasajes en dolares a tarifas que definitivamente triplican (o más) los parámetros normales para distancias equivalentes.

A este detalle se aúna un asunto extra: para un viajero frecuente cada paginita del pasaporte es oro en polvo. Llenar el pasaporte antes de que se venza es lo que técnicamente se puede definir como un pelón. Me paso los viajes jalándole a los funcionario de las aduanas: “Pana, porfa ponme el sello en una esquinita”. Bueno, eso con los latinos, porque a un funcionario de una aduana estadounidense tú no le diriges la palabra sino estrictamente para responder lo que el tipo te pregunta , casi siempre con cara de malas pulgas. Y en el imperio sabes que te van a clavar un sello en la mitad de tu única paginita blanca y después te advertirán que saques un pasaporte nuevo o no entras más por ahí (al mismo tiempo que te ponen una notica secreta en la computadora que uno imagina que marcó su vida por siempre jamás).

En este proceso de ahorro permanente de espacio pasaportal, me topé un día con Nelson Bocaranda que, como queda claro, sabe de todo. Nelson me dijo que uno podía salir de Venezuela por toda la Comunidad Andina con su cédula de identidad y, abro comillas, “sin pasaporte”, cierro comillas.

Nunca me lo había planteado. Y, aunque creo fielmente en los runrunes de Nelson, me imaginé que en la práctica esto no iba para ningún lado. Siendo sincero: mi cédula de identidad da pena. Parece una fotocopia barata mal plastificada con una “X” donde va una firma oficial del “Sr. Cabezas”, a la postre director de extranjería.

El simple hecho de pensar que se le entregaría eso a un funcionario de aduanas extranjero me parecía motivo suficiente para que me tiraran al cuartico. Y, sepan algo, si el cuartico gringo es horrible, no me quiero imaginar uno de acá, a juzgar por las condiciones de nuestras cárceles locales.

Pero la necesidad es siempre un catalizador de la valentía, un disparador de actos arriesgados.

Definitivamente no quiero molestar a más personas porque llené el pasaporte. Debo decir que cada vez que me ha pasado me han tratado súper bien y me han resuelto el problema con prontitud… pero definitivamente me da pena. Así que , ya rumbo a Cali con la oportunidad de asistir a la inauguración de una planta de detergentes de Unilever que quita el hipo y se considera la más moderna del mundo, decidí probar la recomendación de Bocaranda: salir de Venezuela como si el funcionario estuviera acostumbrado a mi cédula de toda la vida.

No me hicieron ni una sola pregunta y pa’ fuera, con todo y un “¡Feliz viaje!”

“¡Cuánto éxito!”, pensé de inmediato, sin la mesura de quien previene que falta la prueba de fuego: entrar en Bogotá con ese papelito desguañingado que aquí llamamos cédula (y que usualmente, en las transacciones que me lo permiten, sustituyo por la licencia de conducir venezolana, que parece el hermano millonario de la cédula).

Mi tensión en la brevísima fila no era poca. Llegué a la taquilla y la funcionaria colombiana miró la cédula… sí, bueno, lo hizo con evidente asco. No la culpo: ¡si ustedes vieran mi cédula! Reconozco que a cualquiera que no sea yo eso es lo único que puede darle. Pero les decía: la funcionaria colombiana miró mi cédula (con asco) y, acto seguido, me espetó: “¿Dónde está su pasaporte?”

Yo le respondí, casi con pena y pensando en Bocaranda, lo único que pude: “Estoy viajando con mi cédula”.

No puedo describirles la cara de la funcionaria cuando me respondió: “Aquí no vale su cédula: tiene que entrar con pasaporte”.

Y entonces me llenó un valor que ni de vaina hubiera tenido en Miami. La miré y le respondí: “¿Por qué? En los países andinos es nuestro derecho viajar con cédula”. (Les juro que nunca he visto esa resolución, pero si Nelson Bocaranda me lo dijo, eso era santa palabra para mí). “Pues, sí…”, me respondió la funcionaria. Sin embargo, guardó un breve silencio muy seguro, como quien tiene algo más que decir. Y lo tenía: “Pero resulta que en su país no dejan entrar a nuestros connacionales con cédula, sino en la frontera. Y esto es una acción recíproca que cualquier funcionario de aduana puede adoptar”.

Confieso en condiciones normales me hubiera arrechado con la respuesta y hubiera empezado un conflicto internacional, de esos con agitación en Twitter y mentions a embajadas incluidas. Más cuando en la inauguración donde iba tendría la oportunidad de ver al mismísimo presidente Juan Manuel Santos y seguro que con alguna vaina recíproca le iba a decir. Pero dado que desde que inicio el periplo algo me decía que mi maniobra no funcionaria, me lo tomé con soda. Creo que fue ahí cuando se me manifestó el espitiru de Laureano Márquez… no porque Laureano esté en el lugar donde moran los espíritus, sino porque como ese bicho está de viaje desde hace como dos meses y lo hace con su pasaporte. Bucando la cordura, uno tiene derecho a cualquier experiencia mística.

Ahora fui yo quien guardó silencio. Guardé silencio y guardé mi cédula, sacando el pasaporte y sintiéndome extranjero como una consecuencia de las acciones recíprocas de funcionarios de países hermanos en los que toda frontera se ha vuelto sospechosa.



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