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martes, 11 de agosto de 2015

El regalo de los hambrientos. Por Roberto Giusti


ROBERTO GIUSTI | EL UNIVERSAL

A pesar de su talante a veces melancólico, a veces explosivo, los moscovitas son esencialmente buena gente. Reprimida por largo tiempo su tendencia a la hospitalidad, inolvidable fue la primera de una serie de veladas durante las cuales traté de insertarme en esa sociedad que, luego de 73 años de sometimiento y de guerras, resistía apostando a una paciencia infinita y a una disposición al sacrificio que nunca llegó a castrarle su sentido de pertenencia, ni a liquidar su para entonces lastimado orgullo nacional.

Se celebraba el cumpleaños de la suegra de Anton, mi lazarillo en el laberinto burocrático soviético a la búsqueda de noticias, quien compartía un diminuto apartamento de dos habitaciones con una verdadera multitud si nos remitimos al espacio disponible para albergar al padre (Vasili), la madre (Marina), una hija divorciada (Masha) con un niño de meses y él, esposo de la otra hija, Katia y su pequeña Larisa. El vestíbulo, atiborrado de abrigos, daba paso a una salita dominada por un televisor y un armario de madera debajo del cual asomaban latas de conservas y envases de leche de larga duración, exquisiteces desaparecidas de los aparadores tiempo atrás. Era noviembre de 1990 y la Perestroika había desembocado en una crisis terminal que presagiaba el derrumbe de la otrora gran potencia.

La comida escaseaba y los precios subían incontenibles, pero al mismo tiempo los rígidos controles estatales desaparecían de la vida de los soviéticos, los ciudadanos sentían que luego de tres cuartos de siglo podían expresarse libremente, recibir en su casa a un extranjero y burlarse del flamante Premio Nobel Mijail Gorbachov, cuya popularidad estaba por el piso luego de un vano intento por ensayar una transición hacia la economía de mercado, a la cual dio marcha atrás luego de deshacerse de los elementos progresistas de su gobierno y rodearse de la retrógrada nomenklatura que vendría por la revancha y daría un golpe de Estado nueve meses después.

Vasili brinda por una larga vida para Marina y se despacha el cubilete de vodka de un solo trago. Todos lo imitamos. Con 53 años y ya cerca de la jubilación, su sueldo como ingeniero sanitario no sobrepasa los 300 rublos, unos 12 dólares al cambio paralelo. Marina es médica y gana 250 rublos pero Katia, traductora y secretaria en la embajada de un país occidental, saca a flote la economía familiar con su sueldo de 100 dólares. Ese ingreso les permitía una vida relativamente holgada y la posibilidad de comprar en los mercados libres, lujo vedado a la mayoría.

Nos acomodamos ante une pequeña mesa dispuesta con zakuski (entremeses), salchichón, pepinillos, ajos a la vinagreta, una botella de vodka y luego de los preliminares, Vasili encendió el televisor a las 9 en punto, hora del informativo, que ofrecía una cobertura inimaginable apenas un par de años antes. La noticia es el envío de ayuda humanitaria desde los más insospechados rincones del planeta. Cientos de miles de libras esterlinas vienen de Inglaterra en lotes de comida enlatada. Francia venderá cereales a precios preferenciales De un avión con bandera de EEUU descargan toneladas de víveres. De Israel traen verduras y frutas en un aparato que regresa a Tel Aviv cargado de emigrantes judíos y de Pakistán desembarcan un lote de arroz Basmati. Luego Vasili cambia de canal y vemos "600 Segundos", programa donde un controvertido ancla, Alexander Nozorov, vende su mercancía noticiosa con una carga sensacionalista que fascina y disgusta a los rusos. Nezorov informa que las autoridades descubrieron un lote de embutidos a punto de descomponerse dentro de un vagón en una estación de ferrocarriles. Luego anuncia la detención de unos speculantis que vendían a 5 dólares los paqueticos de galletas danesas llegadas bajo la forma de ayuda humanitaria. Pero Vasili no oculta su disgusto cuando entrevistan a unos viejitos, veteranos de la defensa de Leningrado durante el sitio alemán, quienes reciben bolsas con alimentos procedentes de Berlín.

-Vasili no acaba de tragarse a los alemanes- me comenta Anton. Su padre perdió las piernas durante el sitio de Leningrado.

-Pero eso pasó hace 50 años -le replico-, ¿por qué heredar unos odios tan viejos, máxime cuando ustedes viven un presente tan dinámico con Gorbachov?

-¿Gorbachov? –sonríe Vasili con displicencia- ese es el peor de todo. Según él, nuestro país encarnaba la vanguardia de la civilización y más temprano que tarde el mundo sería como nosotros. Ahora sabemos que no podemos alimentarnos a nosotros mismos. Que debemos tragarnos el orgullo y aceptar la caridad de nuestros antiguos enemigos. Ahí están los norteamericanos, llenándonos el estómago con las sobras y a los alemanes acallando su remordimiento histórico con unas cuantas migajas que recibimos sin vergüenza. Pero el colmo es lo de Pakistán. La gran potencia que prodigaba sus riquezas a costa del sacrificio de nuestro pueblo, que regalaba tanques y repartía petróleo, inclina el lomo ante el Tercer Mundo. Ahora los hambrientos nos dan de comer.

@rgiustia


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