Carla Angola / El Nacional
Cuando se hace inexplicable que sectores del pueblo venezolano todavía se nieguen a creer que el gobierno es el artífice de su limitada y frágil vida, viene a la mente lo difícil que debe ser aceptar la traición de quien más profesa amarte. Debe haber una resistencia inconsciente a verbalizar la verdad o siquiera darle cabida a ese pensamiento. Supongo que para evadir tanta aflicción es mejor fingir desconocimiento y es preferible asumir, como la única certeza, cada palabra que pronuncia tu supuesto salvador. Aunque ya lo hayas descubierto, y lo sepas impío. Aunque ya lo veas como es, desalmado, por no protegerte de la epidemia de muerte decretada por asesinos envilecidos y emancipados por ellos mismos, por el propio Estado. Delincuentes quienes son los verdaderos soberanos en Venezuela, gracias al gobierno de turno. Ese mismo que dice adorar a este pueblo azotado, al que solo ha logrado herir de gravedad.
El padre Moreno, teólogo, psicólogo y estudioso de las ciencias sociales y los barrios venezolanos, ha confesado que si la nación continúa por esta turbia vereda, desaparecerá como sociedad. Y usted se preguntará: ¿Cómo desaparece un colectivo? Según este experto, eso ocurre cuando se destruye el sentido de convivencia. Así, nos volvemos primitivos, violentos y capaces de cualquier conducta que nos permita sobrevivir. Pero ¿qué pasa cuando ya no es solo la supervivencia la que desata los demonios de un país y sus habitantes? Nadie se acostumbra a ver a dos amas de casa tratando de ganar el forcejeo por un pollo, a punta de mordiscos y patadas. ¡Claro que no! Pero, a veces ni siquiera hay excusa, alguna justificación o motivo que desate la peor de las iras y la más temible cólera. El hampa toma el arma y dispara sin inmutarse. No puede ser casual que la mayoría de los jóvenes venezolanos abandonen los estudios antes de los 15 años, y que justo la edad de iniciación de los nuevos criminales sea la temprana adolescencia.
Por lo menos 350.000 niños y adolescentes están fuera de los liceos. Se cuentan casi 50 homicidios por día en Venezuela y se tiene la terrible sospecha de que no se registra la misma cifra de remordimientos. Tenemos una nueva generación de venezolanos cuya aula es la calle, cuyo profesor es la muerte. La masacre a la familia del Rosario del Perijá, en la que también se despidió de la vida un bebé de solo 10 meses, es uno de tantos, desmesurados casos.
¿Por qué el tricolor tiene más balas que estrellas? ¿En qué momento el amarillo y el azul se nos comenzaron a opacar por la sangre? Muchos quienes solo amaban, lloraban y cantaban como el alma llanera, ya no sueñan, perecen. ¿Cómo es posible que sigamos viendo partir a los afectos, a los amigos…? Hace tiempo que dejaron de ser estadísticas de las que alguien pueda salvarse. Le decimos adiós a la vida de tantos, y el único que debería despedirse del mando sigue allí en su silla, haciendo tanto daño. Dejaron seca a Venezuela. Le exprimieron toda una esencia bendita en valores y riquezas. Nuestra imponente geografía nos mira silente. Nos observa lejana, tratando de que el desgaste no la toque, no la manche. Trata de ponerse de puntillas y quedarse en los bordes, escondida como pueda, para que esta gente no nos robe hasta el paisaje.
Esos datos de las encuestas jamás podrán comprenderse. 80% de un país rechaza a su verdugo, mientras el agresor se mantiene inamovible, impasible y frío. Así como si no fuera con él. Protagonista de un desprecio que no percibe riesgoso, pero que sí resulta demasiado retador. Por aquello de que podemos ignorar a la gente un tiempo, pero jamás los podremos oprimir a todos, todo el tiempo. Un ciclo que parece agotarse para los recursos, pero también para el sosiego, hasta de los más leales. En nuestra Venezuela ya no se puede comprar, ya no se puede volar, ya no se puede comer ni salir y a veces tampoco quedan fuerzas para reír. Venezuela es un país en el que no pueden hacerse realidad los sueños, ni siquiera los más modestos, pero queremos creer que jamás será una patria conforme, resignada a la idea de no volver a soñar.
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