Luis Vicente León | Prodavinci
Cuando tengo la oportunidad de viajar, me impacto con las cosas que al resto del mundo le parecen cotidianas y normales. Los avances de la tecnología que le permiten a la gente comunicarse con eficiencia y seguridad… ¡bueno, hasta extraño el simple hecho de que les funcione el roaming!
Comprar lo que necesitan a la vuelta de un click. Pedir un taxi a través de una aplicación y mirar en el teléfono por dónde viene el bicho y saber cuánto se va a demorar. Estacionar y pagar con un texto o comprar un café y un chocolate escaneando tu pantalla del celular.
Me emociono con los éxitos académicos de los niños y jóvenes, incluso aquellos que tienen problemas de aprendizaje, que ahora son debidamente detectados, atendidos y superados en colegios y universidades impresionantes (y con presupuesto), donde no sólo se imparte el conocimiento, sino que también se crea y se difunde.
Me emociono con avances de la medicina que se notan en la infraestructura, el equipamiento, los fármacos (que sí hay), la preparación de profesionales (que no se van) y en los resultados vistos en la esperanza y la calidad de vida.
Me impacto con la infraestructura y los servicios (no hay cortes de luz) eficientes y planificados, pues invierten y no se roban los reales destinados a prepararse ante cualquier eventualidad. Y me emociona tomar agua de grifo sin temor y, si no quiero, tener mil opciones de agua mineral embotellada, cuyo precio cubre los costos y, entonces, hay.
Me maravilla que el Presidente no vaya a inaugurar un viaducto, como si fuera gran cosa, porque el otro se cayó, ni dejan una trocha durante años.
Aprecio el valor que le dan al diseño y a la belleza en la vida cotidiana, con parques en el medio de la ciudad que la hacen más humana y amigable.
Me dejan perplejo las vidrieras repletas de productos, que me hacen pensar en las cadenas de producción que se encuentran detrás de ellos moviendo la maquinaria industrial, de servicios, de distribución y mercadeo por todo ese país, cualquiera que éste sea.
Me emocionan los debates políticos en canales libres y sin autocensura. Ver al partido de gobierno presentando verdaderas cuentas en el Parlamento, al que respetan su función constitucional. O cuando piden permiso para nombrar a un ministro o un magistrado, y darme cuenta de que lo hacen porque buscan nombrar a los mejores y evitar que se cuele un ladrón conocido o un criminal convicto.
En el mundo normal, los candidatos están obligados a confrontar sus ideas públicamente, a responder sobre su pasado y su presente, a explicar cómo piensan resolver los problemas y decir qué piensan sobre temas complejos, que van desde el trato al ambiente hasta el matrimonio homosexual y la adopción.
Me impacta entrar en un supermercado y ver los anaqueles llenos de leche completa, descremada, deslactosada, descalcificada (¡casi que hasta “deslechada”!), en cartón, en botellita plástica o de vidrio, en Tetrapack o en bolsita. Mirar las neveras llenas de productos y marcas. Pasearme por el pasillo de papel tualé y decidir si quiero llevar el de dos, cuatro u ocho hojitas por cuadrito, con ositos, rayas o rombitos, aunque la envidia más profunda está en que, bueno… hay papel.
Me alegro por los padres que no tienen que bloquear la vida de sus hijos porque allá no temen que los asesinen o secuestren cuando van al cine o una fiesta de amigos; que no se planteen el tema de que es mejor que abandonen su país porque éste no les brinda futuro, ni seguridad, ni modernidad ni felicidad.
Me encanta ver cualquier país donde la gente puede progresar, estudiar, mejorar, surgir, comprar su casa y su carro y mantener su familia con un sueldo normal.
¿Y cómo no me van a emocionar, sorprender y maravillar esas cosas? Yo soy venezolano… y me tocó vivir en revolución. Aunque me queda claro, como a la mayoría de nosotros, qué es lo que hay que cambiar.
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