DANIEL ASUAJE | EL UNIVERSAL
Hoy dejo de lado los análisis habituales y paso a compartir algunas vivencias. La verdad es que una cosa son las cifras y otra la realidad vivida. Las estadísticas sobre asesinatos, desabastecimiento, inflación, y sobre cualquier área problema de nuestra Venezuela, tienen una cara cuando las leemos y otra cuando sacamos cuenta de la realidad vivida en carne propia. Y es que una cosa es la contabilidad del año pasado de más de 25.000 homicidios y otra el dolor instalado adentro por saber del asesinato el pasado miércoles del padre de un gran amigo mío. La misma mezcla de rabia-dolor sentida cuando hace pocos años un sobrino nos fue arrancado por el tiro mortal de un asaltante. Murió sin terminar su primer mes de trabajo como nuevo ingeniero de este país. Una cosa es que el desabastecimiento en medicina esté por sobre el 60 o 70 por ciento dependiendo de la zona del país, y otra el quebradero de cabeza que significa para quienes tenemos un familiar cardiópata, como mi señora madre, e imaginar cómo daremos brincos para conseguir atenolol, para mencionar sólo un medicamento. Si una imagen vale más que cien palabras, una vivencia debe valer más que un millón de ellas.
Una cosa es saber de la migración de uno o dos millones de compatriotas y otra tener familiares desperdigados en varios países porque sintieron canceladas sus posibilidades de vida digna aquí. Cuando alguno de nuestros viejos muere, el velorio casi se llena más de recuerdos de gente ausente que de deudos jóvenes presentes.
Cuando yo era niño este país se colmaba de inmigrantes y siendo profesional formé parte de un ambicioso programa para traer talento humano desde todos los rincones del planeta y cubrir la demanda insatisfecha creada por el Plan IV de Sidor. Crecí en un país que atraía gente, no que la expulsaba. Lo vi transformarse en una tierra de realizaciones. Fui parte de la generación que vio llenarse a este país de escuelas, hospitales, carreteras, luz eléctrica, empresas, represas, viviendas, exportaciones no tradicionales. Recuerdo cuando era un niño y salíamos de noche y sin temor desde Barquisimeto hacia Caracas. Al dejar atrás la capital larense, la carretera era penumbras, interrumpida de cuando en cuando por la luz de velas o mecheros en algún rancho de bahareque y sólo veíamos luz eléctrica al pasar por las ciudades o pueblos. Las carreteras nos parecían interminables. Actualmente desde Barquisimeto hasta Caracas se puede ir casi a través de una sola autopista y con tendido eléctrico, creados por la llamada "cuarta", lapso perezjimenista incluido ¿Cuál es la obra física de este régimen comparable a Ciudad Guayana, Planta Centro, Guri, El Tablazo o la infraestructura física, institucional, empresarial y social creada durante "la cuarta"?
Los gobiernos todos suelen olvidar que un país no es tanto lo dibujado por su publicidad y discursos, como sí lo percibido desde nuestra piel, nuestros bolsillos y nuestros corazones. Si lo dicho por ellos coincide con lo vivido por nosotros entonces creemos en quien lo afirme, de lo contrario, por mil veces que repitan la misma mentira ésta no será sentida como verdad. Goebbles no tenía razón. Para que algo sea creído no basta repetirlo, es necesaria la credibilidad de la fuente. Por ello, tener un país no es que me digan "tenemos patria" o "vamos a", "tendremos esto" o "seremos aquello". Es tener un presente, al menos vivible y también un futuro deseable, no uno más temible que nuestro día a día.
Mi madre nos crió con un sueldo de enfermera graduada. Con esa remuneración hizo posible mis estudios en La Salle y en la UCAB. Pudo viajar, comprar auto y cambiarlo, pudo sacarnos de la humilde casa donde habitábamos, comprar vivienda y darnos una vida decorosa. Algo parecida es la vida de mi esposa, su padre, un humilde tachirense, se hizo militar y sicólogo y con su sueldo hizo a sus cuatro hijos ciudadanos dignos. Somos, como incontables otros, testimonios incontestables de las oportunidades de ascenso social existentes ayer en "la cuarta" y, también, de la "capilaridad inversa" que significa en estos tiempos un sueldo devaluado diariamente.
Mi hija mayor se casó y sentó raíces en Alemania. Mi hijo menor, de catorce años, nos presionaba para irnos del país. Día tras día reclamaba nuestra inacción. Desde hace algunas semanas lo he visto mirar por Internet material informativo sobre cómo era antes este país. Las construcciones realizadas, las fachadas de los edificios, las calles, su producción material y espiritual. Hace poco me dijo que ya no quería irse, que resolvió quedarse y ayudar a reconstruirlo. Ahora estudia historia y averigua todo lo que puede sobre política, economía, buen gobierno, y vida ciudadana. Él me dice que el futuro hay que inventarlo nuevamente. Al verlo ahora con estos empeños sé que las campanas no doblan por él, ni por mí. Tampoco por el grueso de mis compatriotas. Parecen doblar por quienes nos metieron en esto.
dh.asuaje@gmail.com
@signosysenales
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