Marianella Salazar / El Nacional
En cuestión de horas Venezuela se ha vuelto un territorio de guerra; la explosión social comenzó con una dinámica propia y por sectores, de forma aislada, sin planificación, y nada indica que la situación cambie. Por el contrario, sin alimentos, medicinas y escasez del vital líquido, con un autotoque de queda impuesto a partir de las 6:00 de la tarde tendremos a la vuelta de la esquina un colapso general. El régimen no podrá contenerlo, como acontece hoy, cuando tienen que reforzar a la Guardia Nacional con los colectivos del terror.
El estado Sucre parece una tierra arrasada por el grupo terrorista ISIS en Irak o Siria, donde, por cierto, ocurren menos muertos durante un mes, que en cualquier fin de semana en Caracas. Saqueos, heridos y muertos, gente peleándose por una pata de pollo sucede todos los días, y la autocensura, así como la prohibición del TSJ a los medios electrónicos de reseñar los múltiples linchamientos, hace que la situación sea una olla de presión. Las redes sociales son el único medio que permite a un pequeño porcentaje de la población estar informada.
Maduro confía en que la pantomima de un diálogo evitará el envío de una misión de la OEA que constate el estado de devastación nacional, y aun, con la aplicación del plan cubano de racionamiento –los CLAP– el régimen sigue perdiendo el control de las masas populares, que se movilizan desesperadas y sin liderazgo visible hacia un inevitable estallido general. El régimen no permitirá la transmisión televisiva de lo que está por ocurrir, ya lo impidió en Cumaná. Tampoco son reseñados los saqueos diarios en todo el país. En el Alto Mando Militar hablan de activar el nefasto Plan Ávila y el uso de las milicias como brazo armado del PSUV, pero un grupo de comandantes de los mandos medios dicen que desconocerá órdenes represivas, en caso de un descontrol de la población a causa del hambre.
En fase terminal.
Nos acercamos a un punto de quiebre a escala nacional que no será televisado, como pasó luego del 11 y 12 de abril de 2002, cuando los canales comerciales dejaron de transmitir lo que sucedía en las calles y la incertidumbre se apoderó del país. Hay que recordar el amañado documental La revolución no será televisada, de los irlandeses Kim Bartley y Donnacha O’Brien, exhibido a cuenta de los petrodólares del patrimonio nacional en cuanta cinemateca y embajada del planeta pudieron comprar, donde se muestran tergiversadas verdades durante el golpe que siguió a la renuncia exigida a Hugo Chávez por el Alto Mando Militar, “la cual aceptó”, y que fue convenientemente omitida gracias a los “buenos oficios” del ex ministro Andrés Izarra, el rey del lobby e ideólogo del bodrio Telesur, que a billetazo limpio manejó una maquinaria internacional, formada por una maraña farandulera y mercenaria de productores de cine y actores de Hollywood que llenaron sus cuentas en dólares a cambio de complacer la megalomanía faraónica del fallecido comandante galáctico, a quien terminaron de enloquecer, presa de un narcisismo que terminó llevando al país a vivir esta catástrofe, prácticamente de guerra.
El mediador.
Las declaraciones del español Pablo Iglesias de Podemos, en las que asume que consulta con Rodríguez Zapatero muchas de sus actuaciones, pone al descubierto el verdadero papel del ex presidente español, el mismo que en una cumbre iberoamericana fue sobrepasado por el rey Juan Carlos I –que mandó a callar al difunto en plena crisis maníaca cuando insultaba al ex presidente Aznar– ante la vergonzosa inacción de Zapatero, la ficha que terminará de hundir al PSOE de España y llevar al poder al partido financiado por el chavismo.
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