Por Laureano Márquez / La Patilla
Lo que acaba de suceder en Mérida con los jóvenes del seminario San Buenaventura es sumamente grave y no es la primera vez que sucede en estos tiempos de revolución. De regreso de clases de inglés, algunos seminaristas fueron interceptados por los denominados “colectivos” y fueron golpeados y amenazados. Como, ante la pregunta de si eran “escuálidos o chavistas”, ellos respondieron: “seminaristas”, eso bastó para desatar la agresiva acción de despojarlos de su ropa y dejarlos completamente desnudos en la vía pública. La narración de este hecho tan primitivo se nos parece demasiado a las horrendas escenas de los judíos a los que los nazis hacían desfilar desnudos frente al pueblo alemán. Es curioso que este régimen, siempre tan presto a usar el término “fascista” para acusar a todo el que discrepa de sus métodos, no alcance a verse a sí mismo con la misma distancia con la que lo verá la historia. Le sucede como al rey del cuento de Andersen: tanta arrogancia, tanta prepotencia le ha nublado la humanidad, como si fuese a durar para siempre, como si no hubiese eternidad.
Desnudar a una persona es una de las más viles formas de humillación que se conocen, porque pretende deshumanizar al individuo en contra del cual se practica, exponiendo su intimidad, dejándolo completamente indefenso y vulnerable con la intención de someterlo al desprecio público. La desnudez se considera históricamente como símbolo de vergüenza. Desnudar a alguien como castigo pretende mancillar la dignidad, herir la intimidad, agraviar el amor propio, porque lo que distingue al ser humano es que es el único animal que se viste, que descubre su humanidad cuando descubre su desnudez. Usar este despropósito como castigo es un delito; y si es aceptado o promovido por el Estado constituye una violación mucho más grave, porque es lo que se denomina delito de lesa humanidad, que castiga el Estatuto de Roma, sin que nadie pueda argumentar en su defensa que tal acción le fue ordenada.
Los muchachos del Seminario no están solos; ahora su vocación estará más unida al Maestro, inspirador de su fe, pues Jesús mismo fue despojado de sus vestiduras antes de su crucifixión —como forma última de deshumanización antes del martirio— y sus ropas echadas a suerte, como anunció la profecía. Exponer a una persona sin su vestimenta la somete también al castigo de la mirada pasiva de los observadores, que se sienten temerosos a la hora de cubrir a quien así ha sido profanado en su intimidad. Es el miedo lo que está detrás de todo esto. Asustar, avergonzar y humillar. Reducir al otro a la nada.
Es triste, porque muchos de los partidarios del poseso, que también temen levantar su voz ante estos hechos, alguna vez lucharon para que no sucedieran cosas así. Supone uno que apoyaron este proyecto político para cambiar el país, para hacerlo más humano y decente. Es una pena que el modus vivendi de privilegios haya nublado la conciencia y los haya transformado en aquello a lo cual otrora enfrentaron. En fin, parece que cada quien vive su propio desgarramiento como si fuese su propia reconciliación.
Pero la desnudez también puede ser emblema de candidez e integridad. Como la de Adán en el Paraíso, la desnudez de los niños en nada ofende, porque están revestidos de la pureza e inocencia de sus almas. La imagen de los seminaristas corriendo rumbo al seminario, su casa, lo que sí muestra es la vergonzosa indigencia de quien hace tiempo perdió no solo su ropaje democrático, sino que, en grotesco striptease, se despoja los pocos harapos de humanidad que le quedaban. Muestran sin tapujos sus vergüenzas. Se han vuelto repugnantes.
Creo que Roma, después de todo, no está tan lejos.
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