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viernes, 25 de noviembre de 2016

Para una historia natural de la arepa. Por Ibsen Martínez


Ibsen Martínez / @ibsenmartinez

Tengo edad suficiente para recordar el tiempo en que no existía la harina de maíz precocida.

Esto no confiere distinción alguna cuando se ha nacido en la segunda mitad del siglo XX: también he asistido al auge y desuso de la máquina de escribir eléctrica “de bolita”, del tubo de rayos catódicos y los teléfonos “de disco”, para no hablar de la instauración de la regla del bateador designado.

Los Rolling Stones han dejado dicho que el tiempo no espera a nadie y, así, he alcanzado a vivir el día de la semana pasada en que ya no hubo en todo el territorio venezolano un solo kilo disponible de harina de maíz precocida. En esto último quiero ver una señal de lo frágil que puede ser toda invención humana de esas que llegamos a dar por descontada.

La noticia la ha dado el mismísimo Lorenzo Mendoza, presidente del grupo de empresas Polar, fabricante desde hace más de medio siglo de ese polvillo sin el cual, hoy día, es inconcebible la arepa, y que dio una vuelta de tuerca a la llamada civilización del maíz en toda América Latina.

Se trata, ¡confiemos en la Virgen de Coromoto!, de una carestía temporal que se suma a las demás criminales carencias de alimentos y medicinas que el socialismo del siglo XXI ha traído consigo. Lo cierto es que en los últimos 55 años nunca se habían detenido por falta de insumos las plantas productoras del ingrediente insoslayable de la arepa y de los multisápidos pasteles de Navidad que en mi país llamamos hallacas.

Los expertos de la empresa achacan la paralización a un asunto de diferencial de precios en el sector productor de maíz y, ¡cuándo no!, de turbios negociados del gobierno de Maduro, que monopoliza la importación de maíz blanco con doloso sobreprecio.

A comienzos de los años sesenta, en el mapa de mi Caracas natal, y para el caso, de toda Venezuela, eran todavía discernibles centenares de molinos industriales, casi todos de pequeñas empresas familiares, donde la tribu de comedores de arepas llevaba el maíz pilado, esto es, descascarado caseramente en un mortero de madera de diseño prehispánico, llamado pilón, con el que le quitabas al maíz también el lumen: el elemento germinal del grano.

Todavía de madrugada, mi vieja me enviaba con el maíz pilado y hervido en un recipiente tapadito con un lienzo húmedo, y en el molino nos lo convertían en masa para las arepas. Hasta que un admirable ingeniero llamado Luis Caballero Mejías patentó un método que sacó del negocio todos los molinos de Caracas y convirtió los pilones en cosa de coleccionistas de artesanía criolla. Las empresas Polar adquirieron la patente y, como suelen decir los cronistas perezosos, “el resto es historia”.

La aparición de este deshidratado prodigio generó en la población muy poca resistencia al cambio, salvo quizá en mi difunta tía Margot, que hallaba aberrante preparar en tan solo cinco minutos (“simplemente añada agua”) una masa que solo quedaba bien si se contaba con la ayuda del tiempo.

Parafraseemos una vez más la pregunta de Zavalita, al salir de la Crónica y mirar la Avenida Tacna, sin amor: “¿En qué momento se jodió Venezuela?”.

A fe mía que no fue no fue el día en que Hugo Chávez dio en desmantelar Petróleos de Venezuela al despedir a 20.000 irremplazables técnicos petroleros, sino el día en que cesó la producción de esa harina envasada en paquetitos amarillos con la efigie de una risueña morena con pañoleta y grandes aretes rojos, muy parecida, inexplicablemente, a la cantante brasileña Carmen Miranda.


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