Por Luis Vicente León | El Universal
La salida pacífica y electoral de un gobierno depende de dos variables centrales: 1. El costo de salida y 2. el costo de evitar una elección que perdería. En una democracia convencional, se produce la relación perfecta para el cambio. Por una parte, la potencial salida del gobierno tiene costos relativamente bajos. Por supuesto que perder el poder es un drama, pero en el sistema democrático ese costo es acotado. El gobierno puede salir, pero no significa que el partido y el líder pierden todo, incluyendo la posibilidad de volver.
La democracia institucional garantiza la separación de poderes, por lo que una derrota presidencial no significa que el partido saliente deje de tener representantes en el parlamento. Los magistrados no terminan su función porque un presidente sale del poder, ni se cambian los miembros de la mayoría de las instituciones hasta que no se venzan sus períodos. En democracia, el cambio del ejecutivo suele ser soft. La idea del nuevo gobierno es gobernar y ejecutar sus propuestas, pasando rápidamente la página sobre el pasado. Por supuesto que pueden haber eventos específicos contra el gobierno o el líder previo si se descubren o suponen malos manejos y corrupción, pero todo pasa por el tamiz institucional del país, que se supone serio e insesgado. En la mayoría de los casos, los cambios electorales de gobierno no abren una batalla sino que más bien la cierran y las posibilidades de regreso futuro del partido y líderes salientes es posible y hasta elevada. Los costos de salida entonces son bajos y controlados, por lo que los estímulos para hacer “lo que sea” para bloquear las elecciones son casi despreciables. Por otra parte, en un sistema democrático, el costo de evitar la elección y bloquear los cambios naturales deseados por el pueblo suelen ser infinitos. Primero porque conceptualmente la elección es un elemento inherente a la democracia y evitar la elección es romper el sistema y abrir una caja de pandora, empezando por la posición militar que suele ser institucionalista. El bloqueo electoral es inconsistente con la democracia. Las instituciones de poder y la población se convierten en una barrera para el bloqueo. En este sistema, la realidad se ubica en el cuadrante perfecto: bajos costos de salida y alto costo de bloqueo, lo que dificulta que el gobierno intente quedarse a la fuerza.
Pero, ¿qué pasa si el sistema político no es una democracia integral sino un gobierno concentrador de poder y autoritario? La cosa se complica. Mientras más control tiene el gobierno y más acostumbrado está a mandar y a hacer lo que quiera, sin balances de poder ni contrapesos, el costo de su salida se eleva ad infinitum. No se trata sólo del poder que pierde, que ya es suficientemente grande para estimular sus acciones radicales de protección. Se trata también de que sus acciones presentes representan una amenaza futura a su libertad, su integridad personal y su patrimonio, a menos que su salida segura esté garantizada por una negociación, que sólo ocurre si no le queda más remedio.
Si además, el adversario de ese gobierno es estructuralmente débil, fracturado, desarticulado, desarmado y sin liderazgos sólidos y el gobierno logra una relación utilitaria con el sector armado del país, el costo de bloquear salidas electorales, e incluso el costo de reprimir, es bajo y provocativo. Entonces la realidad se ubica en el cuadrante perverso: altos costos de salida, que convierten al gobierno en un ejército de Kamikazes, y bajo costo de bloqueo a la salida pacífica, que estimula a que use la fuerza institucional para evitar toda elección que no pueda ganar, controlar o manipular. Usted dirá dónde estamos.
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