Por Luis Vicente León | Prodavinci
La forma natural para evaluar los primeros 100 días de gobierno de Nicolás Maduro es comparándolo con el gobierno anterior, atendiendo a las crisis política y económica que han surgido en una transición que todavía no termina de darse por completo. Así que, paradójicamente, el punto de partida para el análisis se encuentra en una frase que han usado tanto el chavismo como la oposición: Maduro no es Chávez.
El uso de esta frase por la oposición puede prestarse a una interpretación ambigua en la que al decir que “Maduro no es Chávez”, atacando al actual presidente, parecen afirmar que Hugo Chávez era bueno, pero el verdadero contenido detrás de ese uso es señalar que Maduro no tiene la gobernabilidad, ni la fuerza ni el poder de acuerdo que tenía el presidente fallecido, lo cual es cierto. En cambio, cuando la frase “Maduro no es Chávez” se utiliza desde las filas oficialistas lo hacen para explicarse a sí mismos los resultados electorales del 14 de abril, los cambios en la votación y la menor capacidad de maniobra del nuevo Poder Ejecutivo, factores que también son ciertos.
Hay un tema intrínseco en todo esto: Chávez era un militar y Maduro un sindicalista. Esa diferencia, en este caso, puede resultar positiva. Un militar plantea la destrucción del adversario, la aniquilación del otro, el éxito resumido en la capacidad de anular al enemigo. Un sindicalista, en cambio, aunque sea el más radical de todos sabe que su éxito siempre termina en —o depende de— una negociación. Y eso, aunque quizás no de manera consciente, está de alguna manera en la cabeza de Maduro.
El nuevo gobierno, en estos 100 días, ha reconocido mejor que el propio Chávez ese triángulo perverso del que ya hemos hablado antes y ocasiona el desabastecimiento: el control de cambio (que ya lleva diez años implementado), el control de precios (que deja precios congelados por hasta 3 años en una economía de alta inflación) y las expropiaciones improductivas (incluso, reconociendo que una buena parte de ellas debe ser reactivada por el propio sector privado, en conjunto con el sector público).
Pero, si en Miraflores reconocen las bases del problema, ¿por qué las acciones para atenderlo son tan mojigatas? ¿Por qué esos cambios en el gabinete —donde no cambiaron los actores, pero sí cambió el balance de fuerzas, en contra de los radicales y a favor de los pragmáticos— no se traducen en que el país salga de la crisis y avance? La respuesta está en la misma frase: Maduro no es Chávez.
Luego de reconocer de alguna manera el origen de los problemas, las acciones que puede concretar el gobierno de Maduro son tímidas, pequeñas e ineficientes por una razón: no están dispuestos a pagar el costo político. Maduro no es tan popular como Chávez. Mejor dicho: la popularidad de Chávez estaba más de 20 puntos por encima de los mejores números de Maduro, quien además hereda un país dividido, una crisis económica y una merma electoral demasiado evidente como para esconderla de sus adversarios políticos, tanto los que están fuera del gobierno como los que están puertas adentro.
Chávez gozaba de un respaldo popular excedentario que le permitía, incluso, tomar decisiones impopulares poniendo capital político sobre la mesa y, a largo plazo, salir ganando. Si hay algo que no tiene Maduro es la capacidad de lograr que la población acepte postergar gratificaciones. Hugo Chávez era capaz de decirle a quienes lo respaldaban: “Asume los costos hoy, que en un futuro tendrás lo que quieres” y hacerlo sin restar nada de su apoyo popular. E incluso, en el peor de los casos, Chávez tenía una popularidad tan elevada que le otorgaba una capacidad de maniobra tal que se permitía perder un poco de conexión sin caer en un barranco que lo complicara en términos de respaldo.
Pero Maduro llegó ya en el bordecito de ese barranco… y un paso adelante no parece su mejor movida. No puede tomar decisiones impopulares sin sacrificar parte de su capital político que, si consideramos los resultados oficiales del pasado 14 de abril, no es demasiado. Así que está entrampado en la toma de decisiones con altos costos políticos de corto plazo, teniendo tan cerca un proceso electoral regional: no hay holgura en los números de aprobación ni en los de respaldo popular.
Hoy, a cien días de aquellas elecciones, Maduro está atado de manos para tomar las decisiones económicas necesarias, pues todas son impopulares. El momento postelectoral de abril le permitió a maduro surfear la crisis. No tuvo la luna de miel esplendorosa que habitualmente seguía a los triunfos de Chávez, y sin embargo evitó caer a pesar de esa crisis, a pesar del vendaval. ¿Pero por cuánto tiempo puede surfearse una crisis? No mucho, porque ese surfeo está hecho alrededor de un éxito electoral que no fue holgado y que el tiempo va extinguiendo.
Maduro sabe que tiene que devaluar la moneda una vez más y de manera significativa. El tipo de cambio, casi regalado, no tiene sentido. Sabe que debe hacerlo y pronto, así sea para algunos sectores. El control de cambio, tal como está concebido actualmente, no es viable ni sostenible.
Maduro sabe que un exceso de la demanda de divisas desequilibra todo el sistema cambiario, pero en Miraflores nadie tiene la capacidad de maniobra política para tomar la decisión, incluso de una devaluación implícita.
Maduro sabe que tiene que negociar algunos precios, pero tiene pánico inflacionario. Ha venido tomando decisiones tímidas pero ninguna resuelve el problema de fondo.
En una acción política que puede volverse en su contra muy fácilmente, para evitar los costos políticos a corto plazo Nicolás Maduro está construyendo un costo sociopolítico mayor a largo plazo.
Curiosamente, Maduro se ha atrevido a hacer dos cosas que Hugo Chávez siempre intentó evitar: tocar el tema de la corrupción y hablar de la inseguridad. Incluso, ha tenido que involucrarse personalmente en este último a través de elementos de gestión como el Plan Patria Segura. Chávez podía evadir el tema porque no recibía los costos políticos de la seguridad: como no era visto como el culpable, simplemente no hablaba de la soga en la casa del ahorcado.
En la mente del elector sucede algo cuando un problema se desborda: se reduce el impacto de los otros problemas y, por lo tanto, del costo político de los culpables aparentes. En las últimas elecciones que ganó Hugo Chávez, en la cabeza del electorado el problema de la inseguridad estuvo comiéndose al desempleo, la inflación, el desabastecimiento, la caída de la producción nacional y la dependencia de las importaciones. Chávez no ofrecía resolver la inseguridad para no contaminarse de modo que, si no representaba costos políticos, lo esquivaba. Y al no ser visto como el culpable directo, le iba mejor en cuanto a popularidad mientras la gente pensara que el problema era la inseguridad y todo el costo político se atomizaba en diferentes instituciones e incluso en la propia gente.
Pero Maduro no puede darse el lujo de sacarle el cuerpo al tema: tiene que tomar acciones, presentar resultados, mantenerse vinculado con el asunto. Y esa posición, en torno a un tema como éste y con las cifras que ha arrojado recientemente, ya representa un alto riesgo.
Con el asunto de la corrupción pasa algo parecido: Chávez lo tocaba muy someramente y sin acciones contundentes. Maduro tuvo que tomar decisiones, pero resulta que en las últimas evaluaciones ha comenzado a aparecer la corrupción como un aspecto negativo del gobierno, cuando antes era un tema que no parecía de tanto interés para el electorado.
Esto puede leerse de dos maneras: la primera es que a Maduro se lo está comiendo un problema que ahora existe en la mente de los electores y, como Maduro no es Chávez, debe actuar. La segunda es que al empezar a meter el tema de la corrupción en su discurso, pensando que se iba a beneficiar, terminó subrayando un aspecto y despertando un debate que antes no existía. No quiero decir con esto que no hubiera corrupción, sino que no formaba parte de los debates que podían incidir en la decisión de los electores.
Finalmente, evaluando directamente el tema político, la popularidad de Chávez siempre estuvo en unos niveles que no le hacían necesario amedrentar a la oposición más allá del discurso ni a partir de acciones concretas. Con aquella premisa de que “Águila no caza moscas”, siempre se mostró más fuerte que su adversario y parte de su desprecio era no tocarlo. Pero Maduro no es ese “Águila” y tiene unos resultados recientes que se lo recuerdan de manera palpable, así que debe enfrentarse e intentar construir una bóveda de miedo para impedir que la oposición tome acciones que le permitan aprovechar la crisis, metiéndolos en un laberinto político.
Maduro va contra diputados, el caso estrambótico contra Richard Mardo, las amenazas contra Leopoldo López, la supuesta lucha anti-corrupción que siempre termina tocando a Primero Justicia, incluso cuando quienes son sorprendidos pertenecen a filas oficialistas. Necesitan atacar y atemorizar, pero yendo más allá de lo que hacía el fallecido Hugo Chávez: necesitan actuar, meter presos a funcionarios en ejercicio, ser más agresivos.
Lo han demostrado claramente en el control de los espacios en los medios, haciéndole cada vez más difícil la comunicación a los factores de oposición. Pero lo han hecho aprendiendo la lección del cierre de RCTV, uno de los pocos eventos que logró generar una crisis de popularidad capaz de afectar a Hugo Chávez durante un tiempo y levantar, incluso, una percepción negativa a nivel internacional, incluso con los países aliados. Ahora el take-over ha sido mucho más inteligente: no es político, sino económico. Es más eficaz (y menos costoso) entrar en una dinámica de cambiar la correlación de fuerzas en el control propietario de los medios.
Resulta interesante que pese a la crisis severa y los múltiples problemas que enfrenta el nuevo gobierno, la oposición no logra fortalecerse tampoco en estos 100 días y, aunque no se debilita, su conexión popular se enfría frente a la ausencia de nuevos temas que emocionen a las masas y estimulen las migraciones de soporte popular. Quizás una mezcla de lo que el gobierno hace para protegerse con lo que la oposición no hace para avanzar.
Gardel decía que veinte años no es nada, pero cuando intentas estabilizar o debilitar una revolución que depende totalmente de la fuerza de un líder que ya no está, 100 días pueden ser muchos si no los aprovechas bien… y eso es igual para tirios y troyanos.