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martes, 4 de noviembre de 2014

¿Por qué los soviéticos no eran vegetarianos?. Roberto Giusti


ROBERTO GIUSTI | EL UNIVERSAL

Una característica de los regímenes del socialismo real es la relación íntima y prolongada en el tiempo que la persona establece con los bienes adquiridos y sus hábitos de consumo. La escasez perpetua y el desconocimiento sobre la vida, más allá del telón de acero, por parte de una sociedad aislada, se refleja, por ejemplo, en la reacción de Boris Yeltsin, líder de la transición rusa a la democracia, al entrar en un supermercado durante una visita a Estados Unidos: "cuando descubrí los estantes a punto de desplomarse bajo centenares y millares de productos enlatados, me sentí mal por mi patria. Resulta espantoso que se haya podido reducir a ese estado de miseria una tierra tan rica como la nuestra".

¿Y los ojales?

En el mundo capitalista el lucro y la diversidad de la oferta generan un consumo masivo de bienes, cuyo tiempo de uso resulta cada día más corto. Así, nadie recuerda las zapatillas de tenis adquiridas en el verano anterior porque fueron sustituidas, aún casi intactas, por un par más acorde con la tendencia de la moda. En la Rusia soviética, al contrario, las dificultades para acceder a cualquier bien de uso indispensable implicaban un largo y provechoso matrimonio entre el consumidor y el objeto adquirido en oscuros y desangelados almacenes del Estado, luego de una cola de cinco horas a la intemperie. A menos que pertenecieras a la reducidísima elite que se daba el lujo de acudir al mercado negro, cuyos precios estaban fuera del alcance del soviético promedio o, peor aún, a las tiendas Berioska, que despachaban mercancía solo en dólares.

Por eso, cuando alguien accedía a un par de zapatos, no se diga a unos jeans, ya se sabía que el objeto, se iría consustanciando con el propietario, comenzaría a parecerse a él y pasaría a formar parte de su vida. Así Zenaida Igorovna, recia babushka (abuela) moscovita que me alquiló su apartamento, era dueña de unas feas pero bien cosidas botas de cuero que le habían pisado la barba a diez inviernos consecutivos. A esas alturas ningunos otros pies, sino los suyos, podían adaptarse a las sinuosas grutas de sus interioridades, lo cual no impedía que a la vuelta de dos o tres años, cuando llegara el momento de pensar en comprar unas nuevas, colocara las viejas en las tiendas de "comisiones" a ver si, con su venta, podía sacarles un último provecho.

La industria de la confección, uno de los símbolos más voluminosos del mal gusto, la ineficacia y el fracaso de la economía estatal, sobrevivía por la falta de competencia y gracias a un consumidor cautivo que se resignaba a unas prendas carentes de sentido estético y de baja calidad. Bastaba con pasearse por Russland, la tienda moscovita de ropa para hombres, donde se armaban largas colas cuando llegaba mercancía nueva. Comenzaba entonces la puja por hacerse con un traje, tarea harto difícil, pues si sorteabas todos los obstáculos, luego encontrabas una talla que no se ajustaba a tus medidas o descubrías que la chaqueta tenía sus tres botones de rigor pero carecía de ojales. Los modelos, como los vehículos, no variaban y la vestimenta de cualquier trabajador, oficinista o profesor universitario no diferían de las usadas por sus padres o abuelos.

Sobre la carne de cerdo y la aspirina

Las opciones alimentarias de los rusos eran tan limitadas que la escasez llegó a desvirtuar la gastronomía tradicional. Las preocupaciones por el colesterol o los triglicéridos eran problema secundario y si alguien regresaba a su casa con un trozo de carne de cerdo, nadie le hacía ascos pretextando razones de salud y todos celebraban el hallazgo regando la cena con su respectiva botella de vodka. Era imposible ajustarse a regímenes balanceados de alimentación, los rusos se reían cuando les preguntábamos por ellos y quizás por eso no conseguías un solo vegetariano o un cultor de las manías posmodernas de ejercicio y de las supervitaminas.

La carencia se tornaba aún más angustiosa cuando se trataba de bienes de urgente adquisición como los medicamentos. La producción era deficitaria, en los hospitales faltaba anestesia y las inyectadoras, con sus émbolos y agujas, se reusaban luego de ser hervidas. Ni con un récipe morado te daban un frasco de Librium y fueron las aspirinas lo único que venció la sobredimensionada dignidad de Zenaida, remisa a aceptar regalos provenientes del mundo capitalista. Las pastillas anticonceptivas eran una rareza, apreciada en grado sumo por las mujeres, quienes presentaban una propensión exagerada al aborto. Y estaba claro que los avances de la ciencia se restringían a los miembros de la nomenklatura y sus familias, con acceso a clínicas exclusivas donde no faltaban los medicamentos, ni los equipos más avanzados. Una de esas clínicas estaba situada en mi región de Kunseva y desde allí dirigió los asuntos de Estado, convaleció y murió el último representante del poder gerontocrático, Yuri Andrópov.

@rgiustia


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