CARLOS BLANCO / EL NACIONAL
Nicolás Maduro si llegó a ser presidente dejó de serlo hace rato, no porque nadie lo haya tumbado sino porque, carente de fuerza propia, es remolcado por el turbión de la crisis de la cual es figura relevante. Chávez solía decir de sí que era “una simple brizna de paja arrastrada por el huracán de la revolución”, esa falsa humildad escondía una arrogancia infinita, la del dueño del proceso. No era ninguna brizna. Maduro es diferente, carece de centro y de fuerza; no vuela alto sino que los vientos cruzados lo lanzan contra las paredes y lo tienen sin poder levantarse a ver por dónde queda la puerta o la ventana.
Estos personajes no saben nada de marxismo. En vez de reconocer las fuerzas de la historia, como corrientes de fondo que establecen las posibilidades y limitaciones de los dirigentes, más bien son presas de un voluntarismo petrolero, que, agotado, hace que la historia se niegue a obedecer sus caprichitos.
La acción de gobierno se reduce a manotazos a ver qué sale. Si un enfrentamiento con Guyana no resulta, pues se agarra Colombia. Si este se vuelve inmanejable siempre está a la mano Estados Unidos para suplir la dosis necesaria de enemigos externos. Mientras todas las violaciones de los derechos humanos ocurren ante los ojos sorprendidos de la comunidad internacional, el país ha profundizado el proceso de disolución al que el régimen lo ha condenado.
La crisis humanitaria asoma su horrible rostro. Se ha comenzado a desencadenar en algunos sectores y áreas del país, debido a la carencia de producción nacional, al agotamiento de las reservas disponibles para importar, al destrozo de las redes de distribución formales y su toma por redes informales, así como por la corrupción que emponzoña todo el sistema.
El estallido social tan temido, llegó. No llegó con el rostro del 27 de febrero de 1989, sino con centenas de rebeliones localizadas. Hay un estallido social que todavía no es uniforme y aullante, pero está a un tris de serlo.
Las fuerzas, una vez desatadas, tienen su propia lógica: nadie las maneja; se lanzan furiosas hasta que su energía interna se agota. Cuando son inmensas, la represión las exacerba y no las puede someter. El poder rojo nadie lo asaltó, se cayó, se derramó y solo espera por quien lo recoja.
Este tema deberá planteárselo la oposición democrática; de no hacerlo, el poder permanecerá derramado hasta que se lo proponga o desfilen enigmáticos caballeros andantes, dentro o fuera del mar Rojo, que lo hagan. ¿Quién recogerá lo que yace desparramado en la vereda de la historia?
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