Fausto Masó / El Nacional
Por culpa de haber nacido en Cuba, y por escribir esta columna, me preguntan constantemente por la calle cuántos días le quedan a Maduro en la presidencia. Me piden que les conteste precisando horas y hasta segundos. Están hartos del actual inquilino de Miraflores. Estoy tomando un café y alguien se me acerca pidiendo una revelación. “Tú que naciste en Cuba sabes lo que pasará en Venezuela”. Estoy cansado de explicar que Cuba es Cuba y Venezuela es Venezuela, una obviedad, igual que La Habana no era Moscú. Miro a mi interlocutor fijamente y contesto: “Usted todavía no ha visto lo peor, hasta ahora lo que ha pasado ha sido una fiesta”. No paro hasta que el preguntón huye para subirse al primer avión que salga de Maiquetía.
En el pasado a los nacidos en Cuba los suponían agentes de la CIA, putrefactos arribistas, genios de la publicidad, cosas que bien vistas no eran tan infortunadas. Ahora a los exilados cubanos los consideran monos sabios, antes se les tomaba por rameras. ¡Ah, ustedes eran el burdel de los norteamericanos!, decían mis amigos, con envidia, como si pensaran que hay pocos lugares tan agradables como un burdel con rostro humano.
A Fidel Castro lo admiraban en Venezuela desde los empresarios de Fedecámaras, los funcionarios de la Embajada de Estados Unidos, los representantes del Vaticano, los periodistas, los políticos y las amas de casa; pero bastaron tres discursos de Chávez para volver de extrema derecha a todo el mundo. Después de Chávez no hay comunistas en Venezuela.
Cabrera Infante al verme salir de la librería Suma en Sabana Grande me reprochó: “Pareces un pez en el agua”. Salí de Cuba en diciembre de 1961, tiempo suficiente para haber presenciado marchas, actos heroicos, enterarme de últimas palabras dichas frente al pelotón de fusilamiento, casi todas lamentables, el fusilamiento nunca concedió el don de la elocuencia instantánea, sino más bien despertaba miedo entre las víctimas.
Me vuelven a acosar: “Tú que lo viviste, cuéntanos. ¿Nos libraremos de esta pesadilla?”. Preguntan como el que paga por ver una película de terror convencido de que el monstruo no saldrá de la pantalla y disfruta del placer de sentir el aliento de un vampiro en la nuca, y quiere oír que en unos cuantos días despertará en el país maravilloso de siempre. Les anuncio invariablemente la proximidad del apocalipsis, cosa en la que yo no creo porque Venezuela tiene petróleo.
Sobreviví a una revolución de carne y hueso, me agarró una farsa en Venezuela, Maduro no es Castro, ¡gracias a Dios! Si me mudase para Miami llegaría a la Casa Blanca un biznieto borracho de Trotski. Mejor no salgo más nunca de mi casa. Todo me ha ocurrido por haber nacido en Cayo Hueso, un barrio de La Habana.
Nadie habló en Cuba del peligro de que la cubanizaran a pesar de que había cubanos por todas partes, siempre hubo demasiados cubanos en la isla, es el lugar donde más abundan. Yo poseo un máster en cubanización. Durante muchos años me rodeaban cubanos en el desayuno, almuerzo y comida; demasiados francamente.
He visto a estos cubanos infiltrados en Venezuela, supuestos agentes del G2, por Catia comprando un viejo tareco de televisión, uno de esos aparatos de los años setenta, para llevárselos a La Habana: los de pantalla plana no hay quien los arregle en la isla.
Recuerdo la filosofía de un cubano vendedor de pastas que estaba orgulloso de no haber leído nunca un libro, a lo que atribuía su éxito en la vida como gran vendedor. “Fausto, Marx ni Fidel mintieron: el mundo se divide entre explotados y explotadores, pero ponte claro, mejor ser de los explotadores”.
¿Qué extraño de la isla? Mi mujer prefiere viajar a Miami, hacer un crucero, ir a Buenos Aires, pero yo quiero visitar La Habana.
En las panaderías de Caracas servían el mejor café del mundo. Servían; con la revolución eso se acabó, a veces no tienen ni pan. Las revoluciones son emocionantes vistas de lejos, como me pasa ahora con la de la isla.
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