La preocupación no es sólo por los que se fueron, sino por los que se quieren ir
Por Luis Vicente León | EL UNIVERSAL
El mundo está siendo testigo de uno de los peores dramas por los que puede pasar un ser humano. Las imágenes de los refugiados sirios intentando entrar a Europa son capaces de mover la fibra a los más insensibles, pues pocas cosas pueden causar más tristeza y compasión que el ver huir de su país a miles de familias -desde abuelos hasta nietos- al ser víctimas de una guerra civil que se ha prolongado por cuatro años y que parece no llegar a su fin.
Lo más lamentable es que la tragedia vivida actualmente por los refugiados sirios es algo recurrente en la historia. Numerosos países han pasado por éxodos masivos de sus ciudadanos y, aunque las causas son diversas, generalmente se encuentran relacionadas con hechos de violencia, crisis económicas y radicalismos religiosos o políticos, que muchas veces van de la mano. Vemos entonces cómo, a mediados del siglo XX, Venezuela recibió un número importante de inmigrantes europeos, principalmente españoles e italianos, quienes escapaban de los estragos que dejaron las guerras (Segunda Guerra Mundial y Guerra Civil Española) y los regímenes totalitarios que abundaban en el viejo continente. Décadas más tarde, Venezuela también cobijó a una oleada de hermanos colombianos, quienes buscaban dejar atrás la pobreza y la violencia generada por la guerrilla y las mafias del narcotráfico y más tarde el paramilitarismo.
En aquella época, éramos considerados un destino atractivo, que brindaba múltiples oportunidades de surgir a quienes decidían hacer vida en estas tierras. Sin embargo, desde hace algunos años la cosa cambió. Venezuela dejó de ser un país receptor para convertirse en un exportador de personas, muchas de las cuales se han visto forzadas a partir a otras latitudes por la inseguridad y los numerosos problemas económicos y políticos que empeoran la calidad de vida de la población.
Aunque el caso venezolano dista mucho, en forma y razones, de lo ocurrido hace décadas en Europa, en Colombia y más recientemente en Siria; la creciente emigración de coterráneos no deja de ser un motivo de tristeza y preocupación. Estamos hablando de familias que se han tenido que separar por completo, de personas que tuvieron que dejar atrás sus logros para volver a empezar de cero y de recursos muy valiosos para el país que ahora forman parte del capital humano de otras naciones.
Pero la preocupación no es sólo por los que se fueron, sino por los que se quieren ir. Cuando en la última encuesta de Datanálisis (del mes de agosto) se le preguntó a los venezolanos si tienen intenciones de emigrar y vivir en otro país de tener posibilidades, el resultado es demoledor, pues las respuesta afirmativa alcanza el 30,5%, siendo los jóvenes (de 18 a 23 años) los que se muestran más dispuestos a partir, alcanzando cuatro de cada diez. Esto es un indicador de las pocas oportunidades para el desarrollo personal y profesional que perciben los venezolanos en su país.
Ojalá que podamos reconstruir los conectores de los venezolanos con su tierra. Pero no con discursitos baratos ni amenazas inútiles. Se trata de que Venezuela vuelva a ser un lugar donde la gente quiera vivir porque le da nota. Porque tiene esperanzas de un futuro mejor. Porque se siente segura y confortable. Porque vale la pena vivir aquí. Sólo eso acabará con los adioses forzados. Por mi parte, lo más lejos que quisiera emigrar, con mi cabeza plateada y muchos años a cuestas, es a Tovar, donde este fin de semana, en plenas ferias y colmado de cariño y atenciones de una gente maravillosa y alegre reviví lo que se siente estar en un lugar con instituciones, tradiciones y compromiso, recordándonos con sus acción de lo que han sido capaces... y de lo que serán.
@luisvicenteleon
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