Miguel Angel Santos | Prodavinci
Venezuela se encuentra en un momento de extrema fragilidad que ya está causando un inmenso daño social y podría devenir en una catástrofe de magnitudes nunca antes vistas si no hacemos algo pronto. Tras diecisiete años de disparates, todos los cimientos del país han cedido en rápida sucesión. Y la solución esta vez va mucho más allá del repertorio de herramientas y respuestas que hemos utilizado en el pasado para resolver nuestras crisis.
Para entender por qué, es bueno repasar los números actuales y recordar cómo llegamos aquí.
En estos tiempos de penuria, parece mentira que hace apenas tres años vivíamos en la abundancia más grande e irresponsable de nuestra historia. En el año 2012 el precio del petróleo promedió 103 dólares por barril. Según el Banco Central de Venezuela (BCV), exportamos 97.340 millones de dólares e importamos, entre bienes y servicios, 75.300 millones.
A pesar de la bonanza, el sector público registró un déficit de 17,5% del PIB, una cifra demencial, totalmente inaudita en un país que debía haber ahorrado su buena suerte para cuando ésta se agotara. Dicho de otra forma, en el último año electoral de Hugo Chávez el gobierno gastó como si el precio del petróleo fuese de 197 dólares por barril. Y la diferencia fue cubierta con una combinación de endeudamiento e impresión de dinero.
Ese año los desequilibrios alcanzaron su clímax, pero los desvaríos venían desde tiempo atrás. Entre 2006 y 2014, en medio de la bonanza petrolera más prolongada de nuestra historia, Venezuela multiplicó por cinco su deuda externa. Mientras tanto, otro países aprovecharon los buenos precios de sus materias primas para fortalecer su balance en moneda extranjera, ya sea reduciendo la deuda externa o acumulando activos internacionales. Kazajistán, por ejemplo, aprovechó las vacas gordas para crear un fondo de ahorro equivalente a siete años de contribución fiscal petrolera.
El gobierno de Venezuela, por el contrario, lo aprovechó para declararle la guerra al sector privado, poniéndose a competir con importaciones baratas, racionándole el acceso a divisas para importar, expropiándolo u ocupándolo, regulándole los precios y márgenes, criminalizando los inventarios e inclusive la exportación y sujetándolo a un sin número de regulaciones que acabaron por extinguir su rentabilidad.
Las consecuencias de esta cadena de políticas en términos de abastecimiento fueron camufladas detrás de un enorme boom de importaciones financiadas con petróleo y deuda. Y así se creó la ilusión del socialismo posible, mientras se debilitaba nuestra capacidad productiva y se hacía al país más vulnerable a una eventual caída del petróleo que hoy se ha materializado.
El año pasado, Venezuela exportó alrededor de 37.000 millones de dólares, algo más de un tercio de nuestras exportaciones del 2012. Por esa razón, apenas pudimos importar 50.000 millones de dólares entre bienes y servicios. Esa caída en importaciones, dada nuestra incapacidad para sustituirlas con producción local, tuvo consecuencias dramáticas en términos de desabastecimiento, colas para adquirir alimentos y medicinas, caída del salario mínimo en 51%, caída en la producción de alrededor de 10% y una inflación superior a 250%.
Aún así, vale la pena preguntarse: ¿cómo hizo Venezuela para importar 50.000 millones de dólares en bienes y servicios (34% menos que en 2012), si apenas exportamos 37.000 millones de dólares (62% menos que en 2012)?
Más aún: ¿de dónde salieron los 26.000 millones de dólares de diferencia entre lo que entró por exportaciones y lo que tuvimos que pagar por importaciones de bienes y servicios, e intereses y principal de deuda?
Pues salieron de caídas en las reservas internacionales líquidas (5.700 millones), empeños del oro monetario (3.500 millones), adelantos de acreencias que teníamos en Petrocaribe con un descuento de 45% (3.700 millones), uso de nuestros derechos especiales de giro en el Fondo Monetario Internacional (2.300 millones) y endeudamiento contratado a nivel de CITGO para pagar dividendos a PDVSA (2.000 millones). Además, se renovó el Tramo B del Fondo Chino (5.000 millones, de los cuáles es difícil precisar cuánto es financiamiento neto), se liquidaron activos (entre ellos la refinería Chalmette, en Louisiana) y se dejó un monto impreciso de importaciones sin pagar.
En resumen, el año 2015 no sólo fue uno de los peores años de nuestra historia, sino que además fue un año en el cual tuvimos que “raspar la olla” con el petróleo venezolano a 45 dólares por barril y una combinación de liquidación de activos y contratación de deudas imposible de repetir.
Y la pregunta ahora es cuánto vamos a poder importar en 2016, si en lo que va de año la cesta venezolana ha promediado 25 dólares el barril.
Sin importaciones, no tendremos las cosas que ya no hacemos en Venezuela ni las materias primas para poder hacer las que sí sabemos hacer. A estos precios, las exportaciones de Venezuela no llegarían a 22.000 millones de dólares. Nuestro servicio de deuda pública externa totaliza 10.300 millones de dólares, sin incluir unos 6.000 millones por servicio de préstamos del Fondo Chino.
Aún asumiendo que los chinos nos renuevan el crédito, apenas tendríamos algo menos de 12.000 millones de dólares para importar. Eso es apenas 25% de lo que importamos en el 2015, lo que llevaría a una contracción económica de una magnitud nunca vista en Venezuela, equivalente a las registradas tras grandes catástrofes naturales o situaciones de guerra a nivel mundial.
¿No podemos liquidar más reservas para importar más? Las reservas internacionales netas, valorando el oro a su precio de mercado y restándole las cantidades que ya han sido empeñadas, no llegan a los 10.000 millones de dólares. Con esto podríamos importar 22.000 millones (56% menos que en 2015), pero si decidimos utilizarlas todas en 2016, no tendríamos nada en la bóveda para hacerle frente al 2017. Y si usamos los activos de PDVSA para importar comida y bienes de consumo, se acentuaría el ritmo de caída en la producción petrolera de los últimos años.
¿Y los mercados internacionales? Están completamente cerrados. Como hemos comentado líneas más arriba, Venezuela agotó su capacidad de endeudamiento en la época de bonanza y hoy en día tiene la mayor prima de riesgo soberano del mundo: 3.627 puntos básicos o 36,26% de interés por encima de títulos de igual duración emitidos por el Tesoro de Estados Unidos.
Otras fuentes posibles de financiamiento, como los Derechos Especiales de Giro en el Fondo Monetario Internacional o el descuento de créditos petroleros ya fueron agotadas el año pasado. En el FMI, Venezuela apenas cuenta con 700 millones de dólares. Peor aún: el 84% de nuestras acreencias petroleras actuales están en Cuba, Nicaragua y Haití, tres países que no parecen estar en capacidad de pagarle por adelantado a Venezuela.
Hay quienes han argumentado que todos nuestros males se resolverían con una devaluación o, más aún, con una unificación cambiaria. Esta decisión promovería un uso más racional de nuestras escasas divisas, eliminando los incentivos a la sobrefacturación de importaciones.
También se dice por ahí que la devaluación reduciría el déficit fiscal, porque aumentaría el valor en bolívares de nuestras exportaciones petroleras. Si bien los efectos de eficiencia en la asignación de divisas de una devaluación y unificación cambiaria son acertados, la posibilidad de que corrijan el déficit fiscal es mucho más remota.
Para entender por qué, es bueno resaltar que las devaluaciones tienen un impacto positivo sobre las cuentas del sector público en la medida en que el sector público tenga un superávit en su balanza de pagos. Así, una devaluación aumenta el valor en bolívares de los ingresos en divisas más que el de sus gastos en dólares, resultando en una mejora en su saldo en bolívares.
En 2016, con las obligaciones actuales, es improbable que el sector público registre un superávit en dólares: tiene 22.000 millones en exportaciones, importó 26.700 millones el año pasado y debe cancelar entre 10.000 y 16.000 millones de dólares en servicio de deuda, según se logre refinanciar la deuda con los chinos. Esto implica que se requeriría un brutal recorte de las importaciones públicas para que el gobierno pueda tener un superávit de divisas.
Esto no había pasado nunca en la historia de las crisis anteriores de la Venezuela petrolera.
Ni en 1960, ni en 1983, ni en 1989, ni en 1996, ni en 1998, ni en 2002 ni en 2009.
No habíamos caído en hiperinflación porque, cada vez que nos metíamos en problemas, devaluábamos. Y dado el superávit en divisas, disminuía el déficit fiscal. Ahora la devaluación muy probablemente aumente el déficit fiscal, incrementando la necesidad de imprimir dinero y acelerando la inflación.
Esta nueva realidad ocurre por la confluencia de tres factores: haber multiplicado por cinco la deuda externa, llevar las importaciones públicas de 3.200 millones de dólares (15% del total) en 1998 a 33.200 millones (52%) en 2014; e insistir en un sistema cambiario que genera incentivos perversos a sobrefacturar importaciones.
Por estas razones, devaluar y unificar en la situación actual es necesario, pero no suficiente.
Se requiere, además, reducir los gastos en divisas del sector público. En términos generales, de lo que se trata es de redefinir el rol del Estado en la economía, alcanzar un nuevo acuerdo social que delimite qué debe hacer el Estado por el ciudadano y qué debe hacer el ciudadano por el Estado y por sí mismo.
¿Por dónde empezar? ¿Qué podemos hacer?
Para salir de esta situación con el menor daño posible e iniciar la reconstrucción debemos considerar dos opciones que cambian significativamente los números del juego. Son dos opciones que nos permitirían salir del hueco y continuar el flujo de importaciones, abriéndonos la posibilidad de producir más y detener los estragos que esta crisis está causando en la calidad de vida de todos los venezolanos, en especial los sectores más vulnerables.
Estas dos opciones son pedir ayuda a la comunidad internacional y reestructurar la deuda.
Opciones que no deben evaluarse con base en consideraciones ideológicas, sino más bien con criterios prácticos que prioricen el bienestar de los venezolanos.
Y no son necesariamente independientes. Un acuerdo con el FMI, que es el organismo que coordina y canaliza la ayuda internacional hacia los países que están en problemas, podría requerir la reestructuración de la deuda. Eso ya ocurrió, entre otros casos, con Grecia, Chipre y Uruguay. De acuerdo con las últimas cifras del BCV, para septiembre del año pasado Venezuela tenía una deuda de 138.000 millones de dólares, equivalente a más de seis años de exportaciones a los precios actuales. Y esa cifra no incluye los juicios pendientes en el CIADI, ni la deuda acumulada con el sector privado por los rezagos en la liquidación de divisas (ALD) ni los préstamos necesarios para salir de la situación actual.
La comunidad financiera internacional ha creado estos mecanismos de coordinación para rescatar a los países, no a los tenedores de bonos. Estos últimos, por su parte, ya tienen una idea de lo que les viene: sus títulos de deuda valen 37 centavos por cada dólar, porque presumen que no vamos a poder pagar completo. Una reestructuración ordenada le daría más valor a los títulos de deuda, nos daría la oportunidad de recuperarnos y tener con que pagar la deuda reestructurada.
Las proyecciones con el apoyo del FMI y una reestructuración negociada de la deuda son mucho más viables y esperanzadoras. Venezuela podría aspirar a un programa por entre 40.000 y 50.000 millones de dólares en un plazo de dos a tres años. Suponiendo múltiplos de cuota similares a lo que sucedió con Grecia, el monto sería 53.000 millones.
Estos fondos vendrían a tasas de interés muy bajas, que contrastan no sólo con lo que hoy en día exigen los mercados a Venezuela, sino también con los cupones de muchos de nuestros bonos. Además, un acuerdo con el FMI le permitiría a Venezuela acceder a entre 10.000 y 15.000 millones de dólares adicionales en tres años entre el Banco Mundial, el Banco Inter-Americano de Desarrollo (BID) y la Corporación Andina de Fomento (CAF).
En las condiciones actuales, esta estrategia luce como la única que podría evitar ese recorte brutal en importaciones que nos llevaría a una crisis humanitaria.
A partir de allí podríamos empezar a recuperar la producción, la inversión y el consumo, así como reponer nuestras maltrechas reservas internacionales. Para eso, además del financiamiento, sería necesaria una nueva administración que consiga reestablecer la esperanza y el optimismo en Venezuela y cambie las expectativas.
Los países no desaparecen, pero sí pasan por momentos de extrema dificultad que dejan cicatrices duraderas. El gobierno de Hugo Chávez y de Nicolás Maduro no sólo nos trajo hasta aquí tras diecisiete años de disparates en la política económica, sino además se ha quedado inerte mientras la crisis se extiende y profundiza, pretendiendo enfrentar la realidad con mentiras como la “guerra económica” o el lanzamiento de algún eslogan como “los trece motores”.
Éste es el drama en el cual nos encontramos. Sin un nuevo gobierno que recurra a la ayuda internacional, y promueva una renegociación ordenada de la deuda externa, Venezuela no levantará cabeza. Con esto no queremos decir que vamos a evitar los momentos difíciles, que son consecuencia de la improvisación, parálisis e insistencia en un modelo económico fracasado que ha dejado exangüe a la economía del país. Pero sí es posible minimizar el dolor, acelerar los plazos de recuperación y abrir la posibilidad de iniciar la reconstrucción.
Es una alternativa algo más responsable y productiva que esperar a que Dios provea.
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