Alexis Alzuru / El Nacional
Trump sube en las encuestas a contrapelo de los deseos y ruegos de muchos. Por supuesto, hay diferentes interpretaciones de lo ocurre con su candidatura. Una de las explicaciones más confiables, aun cuando la menos manoseada, dice que su crecimiento obedece a los valores que promueve. A cada paso, él deja ver que no existe dificultad que no pueda vencer; que no siente temor por nada ni por nadie. Se muestra autosuficiente; como el hombre que se impone ante la adversidad. Aquel que siempre logra realizar su voluntad y deseos. De hecho, se presenta como la representación del éxito: millonario, ambicioso, competitivo y poderoso. Trump es la versión más acabada y redonda del sueño americano. ¿Cuántos gringos no desearían ser tan ricos y célebres como este personaje que parece un actor de Hollywood antes que un líder social?
Trump utiliza algo más que frases provocadoras para ascender a la nominación republicana. Su posicionamiento deriva de lo que ha comunicado a la base del partido. Les recuerda que juntos transformarán el destino de esa nación porque tienen el alma moldeada con los mismos valores. Por eso, no debería extrañar que este empresario mediático se convierta en presidente de una nación donde para muchos la vida debe girar alrededor del dinero y la fama.
Que una eventual presidencia de Trump pudiera resultar beneficiosa para los intereses globales y de su país es realmente muy dudoso; pero esa discusión es otra. Lo relevante es que cuando se examina el recorrido de su escalada se observa que el detonante principalísimo de su éxito ha sido el marco valorativo de su campaña. Un costado que en general pasa desapercibido en los análisis de opinión. Tal vez por eso resultó problemático proyectar las posibilidades que ahora tiene de ganar la candidatura.
El fenómeno Trump confirma la opinión según la cual en política gana quien promete una concepción de la vida con la cual el pueblo se identifica; o si se quiere: demuestra que trasmitir un ideario moral es un requisito esencial para derrotar al oponente o sustituir a un gobernante; pues las manifestaciones de calle son insuficientes para garantizar el crecimiento electoral o el despegue de un movimiento popular. Sobre todo, el corolario de esa campaña enseña que el cambio político no se logra con estrategias que se reduzcan al mercadeo de un nombre y un apellido; pero tampoco con marchas, mítines y cuñas.
La calle no produce votos ni revoluciones mientras los líderes no comuniquen valores. Una premisa que la oposición venezolana menosprecia. Quizá por eso su prédica no emociona a las grandes mayorías aun cuando la población está enfurecida y peleando sus derechos con sus medios. La gente se percibe sola; comienza a sentirse abandona a su suerte porque no termina de identificarse con el mensaje opositor. Ojalá que los jefes de la MUD descubran que para salir este año y por vía legal de Maduro necesitarán una visión moralizadora de la república y del futuro. Por cierto, una concepción que estarían obligados a mercadear para consensuar; en especial, con aquellos sectores y grupos que se mantienen escépticos o recelan de sus postulados y propuestas.
Sin conexión emocional con el universo valorativo del venezolano es difícil que Maduro salga de Miraflores. A lo mejor, el PSUV y sus aliados del CNE han olfateado esa carencia en el mensaje de sus adversarios y estén pensando suspender las regionales; así le darían un tiro de gracia a la moral de millones. Para Venezuela sería desolador y peligroso que se incumpliera la promesa de salir pacífica y constitucionalmente del presidente en los meses que restan de 2016. En ese escenario: ¿qué pasaría con el capital político de la oposición?
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