ORLANDO VIERA-BLANCO | EL UNIVERSAL
Por años he sido estudioso de nuestra cultura política y de nuestro comportamiento grupal. Crítico y amante a la vez de nuestras deficiencias y nuestras noblezas. He bendecido cada milímetro de nuestra humanidad, decencia y talento, y he bendecido por igual, nuestra capacidad para superar calamidades y atavismos. A nadie le quede la menor duda que saldremos de este laberinto, tanto en lo espiritual como en lo material, político y social. La pregunta no es con qué o con quién. Sobran. El tema es cómo y cuándo... Y la respuesta es: al tiempo de reconocer lo que somos, y sobre todo, lo que-no-somos, porque en mucho nos saboteamos a nosotros mismos.
La Venezuela en que yo nací y me crié, era esencialmente libre. Mi infancia y mi adolescencia transcurrieron sin miedos ni reservas, entre montañas, playas y campos de béisbol. Eso es Venezuela: clima y tierra. Nunca caminé con mirada sigilosa, atenuada o ansiosa, temeroso que algo malo podía suceder, por lo que abordar un autobús, comer un perraco en Plaza Venezuela o salir tarde de estudiar en cualquier zona de Caracas, era vivir viendo . El Ávila -de Petare a La Pastora- ha sido testigo de todos los avances y todos los retrocesos, por lo que en esencia los venezolanos somos como nuestra montaña madre: veedores heridos de una historia que sabremos sobrevivir. Cuántas cicatrices comporta este gran macedonio del olimpo caraqueño. Cuántos atentados incendiarios superados por la virtud de su inmensa vitalidad, su irreverente vegetación, su potente ecosistema y la superioridad de sus raíces ancestrales. Así somos. No sólo como la pasión libertaria de Bolívar; como el estilismo de Miranda o la sabiduría de Bello, sino como la tenacidad de Arichuna o Baruta, la contumacia de Catia o Conopoima; o la rebeldía de Tamanaco o Guaicaipuro. Va por nuestra sangre la gallardía de los Cumanagotos, los Quiriquires, Maiquetía o Mariches. Somos un matriarcado como lo registra la encomienda a Baruta, hijo de Guaicaipuro y Urquía, cuando su madre le dijo, al recibir el penacho de plumas..."Sean estas plumas rojas el símbolo de la sangre de tu padre y de tu pueblo derramadas por el invasor que viene a arrebatarnos nuestra tierra. Defiéndelas con honor". Y así vamos desde tiempos de indias, librando guerras triunfalmente, por lo que ésta es una más, donde hay que alertar, el adversario, somos nosotros mismos.
La Venezuela en la que yo crecí al extranjero se le invitaba a pasar adelante... No se tocaba la puerta para secuestrar a nadie, cargar con una vida u ofrecer sacrificios por venganza o hechicería. En la Venezuela que yo crecí, mi padre visitaba sus pacientes en los barrios y recorríamos el país parándonos en cualquier posada a medianoche, porque de pronto el viejo quería ver un cotejo de Betulio González, peleando contra un nipón a horario inverso... En la Venezuela que yo crecí, no había odio ni sed de venganza. De pronto indiferencia y banalidad pero no diferencias suficientes para justificar ofensas, persecuciones y muertes. Porque esto de "patria, socialismo o muerte" no se corresponde con nuestro culto a la vida, a la libertad y por la fe. La patria para los venezolanos no consiste en un aguijón igualitario donde la cultura, lo social o la justicia sean utilizados como justificativos de la propia desviación cultural, social y de justicia, en el mar de la violencia (no de la felicidad). Para los venezolanos que hemos transitado todas las montoneras, las revoluciones son un instrumento vetusto, anacrónico, vegetativo y peligroso, que sabemos a lo que nos conduce y a lo que-no-nos conduce, porque es la negación de la paz, de la hermandad, de la belleza, de la alegría y de la vida. En la Venezuela que yo crecí un maestro o un magistrado no decían improperios, ni pública ni privadamente. No nos íbamos a las manos por defender al Che o a Fidel, y menos por un paquete de harina pan. Se deseaban los buenos días, se trajeaba decentemente y había buena disposición a compartir mesa improvisadamente. En la Venezuela que yo crecí, la bondad de Billos era proporcional a la de sus guaracheros y la de su público; el amor de Frank Quintero por su San Agustín natal, se sentía en la "dama de la ciudad"; el sabor llanero de "Caballo viejo" era la representación de la sabiduría coplera del tío Simón; la Onda Nueva de Aldemaro era un de repente de un país moderno y cosmopolita, o la dulzura de María Teresa Chacín o la potencia de la bravía Soledad, bañaban nuestro linaje como lo hace el Churún Merú sobre la Amazonia, todo lo cual da fe de nuestro corazón indómito. Como diría el positivista, Hipólito Taine: "Somos tierra fecunda a la que vale la pena traer a los amigos ¡para compartir la cosecha!".
La Venezuela de hoy no es mi Venezuela, por lo cual es un accidente, un mal momento, cuyas reservas históricas sabrán acrisolar. Y los accidentes ocurren, pero también sanan y se superan, volviendo a ser, como siempre hemos sido: como Tamanaco, como Soledad, como mamá y papá... Falta poco y ahí nos volveremos a ver pronto, en el Ávila, de Petare rumbo a La Pastora... No nos agredamos más.
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