Fausto Masó / El Nacional
De todo se acusa a una revolución. De matar a su población de hambre, llevar un país al desastre, provocar un desastre mundial, como la Revolución rusa. En cambio, la revolución de Nicolás Maduro amenaza con matar, a los que la siguen, de aburrimiento. Maduro no provoca noticias interesantes, y hasta Raúl Castro se ha contagiado con esa Venezuela chavista. Raúl ya no sale en la prensa. Para llamar la atención debería presentarse en las Naciones Unidas en traje de baño y pegarse un tiro en la cabeza. No lo hará. Maduro lo ha embrujado, y volvió una revolución tremebunda en una aburrida. Los que visitan La Habana de turismo no hablan de volver. La Habana provoca bostezos.
Al morir Hugo Chávez desapareció el dramatismo de Venezuela. Nicolás Maduro no es Chávez ni la madre Teresa. No pide mirar la muerte a los ojos, estamos además bizcos desde hace tiempo. Desapareció el inventor del circo y se acabaron los dólares. A Maduro lo están culpando de los pecados del padre eterno; su verdadera misión sería darle la espalda al legado de Chávez en nombre del propio Chávez. Con los pocos recursos que les quedan, los hermanos Castro apoyan a Maduro, quien no cierra periódicos y estaciones de televisión de la oposición, las compra a través de intermediarios. Paga avisos a página completa en The New York Times para publicar un discurso en la ONU.
En una situación comprometida Maduro le pide consejos a Castro; Castro se los da y cuando Maduro vuelve a Caracas habla mucho sin decir nada. ¿Ese fue el consejo? Las últimas declaraciones de Fidel Castro sobre Gaza solo las comentan en Miami, su último público, y adonde quieren ir a vivir los hijos y nietos de Maduro y de los propios hermanos Castro; los que se las dan de cultos prefieren Madrid.
Castro está vivo, bien vivo, aunque la revolución haya muerto y él sea el dictador latinoamericano más longevo de la historia latinoamericana, quiere cumplir 100 años, se cuida, trae a La Habana a los mejores médicos del mundo. A su vez Maduro creyó ser el aliado del último gran revolucionario, en realidad se abrazaba a un maestro en el arte de sobrevivir.
Ya no hay guerrillas. A Estados Unidos solo le preocupa China, Ucrania, Rusia. Maduro y Castro viven de un pasado sepultado del que ya no hablan por pudor. Así terminó sin gestos heroicos la última revolución que conoció Occidente, languideciendo ignorada en Caracas. Los dos supuestos amigos que se retratan en La Habana no hablan de un cielo y una tierra nuevos, donde desaparecerán gemidos y llantos y no habrá niños que vivan pocos días, ni viejos que no colmen sus años.
Nicolás Maduro es el sepulturero de la revolución.
Maduro no solo está pagando los platos rotos del desastre chavista, rompe los suyos. Nicolás Maduro les paga en dólares a los jugadores de beisbol mientras enfermos de cáncer buscan desesperados el medicamento que les salvaría la vida. ¿Le hubiera hecho mayor daño a Maduro una temporada de besibol mediocre que la falta de medicinas? Sí. Los juegos de besibol entretienen: cuando falta el pan, hay que dar circo. En Venezuela no hay pan, ni arepa ni circo, solo Maduro. Pobre país.
En Caracas no hay un Robespierre ni un Napoleón, ni mucho menos un Mirabeau. Somos el país más aburrido del continente. Desapareció la vida nocturna. Caracas se volvió un convento sin curas ni prostitutas ni borrachos. Chávez se llevó con él la diversión. Chávez le daba algo de emoción a Caracas y hasta su forma de morir desconcertó a amigos y enemigos. Nada se espera en cambio de Maduro. Moriremos de bostezos.
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