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lunes, 4 de septiembre de 2017

Entre la ley y el queso blanco. Por Alberto Barrera Tyszka


Por Alberto Barrera Tyszka | Prodavinci

En medio del júbilo y la alegría que distingue a la alta sociedad caraqueña, el pasado 2 de septiembre se inauguró una importante exposición fotográfica en los espacios de la conocida Casa Amarilla de la capital del país. La gala, donde se dio cita buena parte de lo más granado de nuestra élite, estuvo coronada nada más y nada menos que por Delcy Rodríguez. La flamante presidenta de la ANC, con el savoir faire que la caracteriza, explicó a la concurrencia la importancia y la trascendencia del evento. La exposición es una muestra de 40 retratos de Nicolás Maduro en muy diferentes facetas y distintos momentos de su vida. Las imágenes van desde la etapa más nice, en la infancia, hasta la época actual. En una transmisión televisiva, el propio Presidente agradeció –con su modestia de siempre– el homenaje. Antes de terminar, en esta tournée llena de emoción y de sorpresas, Rodríguez anunció que, a partir de ese momento, “cada constituyente sale a sus municipios con una maleta cargada de esta exposición, de estas fotografías, para ser expuestas en todas las plazas Bolívar del país para compartir la visión del presidente Maduro como político, como humanista, como presidente”. La ovación puso a más de uno a punto de lágrimas. La sala se deshizo en aplausos.

El mismo día, en otro país, en un lugar que no ve o no quiere ver la casta oficialista, Susana Rafalli, experta en seguridad alimentaria, hablaba del informe que adelanta Cáritas sobre el aumento de la desnutrición infantil en Venezuela. Las estadísticas son aterradoras. Desde hace tiempo, Rafalli viene alertando sobre un problema que ya tiene dimensiones de tragedia. Ahora el hambre es lo único que avanza a paso de vencedores.

Para poder existir, el oficialismo necesita construir una ficción de país. La fantasía necesita más coherencia que la realidad. Ahora, por ejemplo, pareciera que el Fiscal designado por la ANC es un hombre nuevo, que salió de la nada, que recién aterriza en el poder. ¡Qué eficiencia! ¡Qué velocidad! ¡Qué precisión!… ¡En menos de un mes le ha abierto los ojos al país! Ha descubierto –¡Santo Cristo de Urachiche!– que había unos civiles inconstitucionalmente juzgados por tribunales militares. ¿Cómo se dio cuenta? ¿Cómo logró dar con eso en tan poco tiempo? El nuevo Fiscal siempre puede sorprendernos. Su primera evaluación sobre las protestas fue reveladora: ¡Tala de árboles! ¡Ecocidio! El tipo está en todo. Tiene brío, empuje, decisión. En pocos días descubrió que la otra fiscal es una delincuente. ¡Qué ojo, carajo! Casi parece que la hubiera conocido desde hace tiempo. Pero no. Llegó, olfateó el aire, abrió una gaveta y listo. Ya descubrió que Luisa Ortega Díaz es corrupta, mafiosa, subversiva, proyankee y, además, por si fuera poco, una insoportable narcisista. ¿Dónde estaba este Fiscal antes? ¿Por qué el oficialismo lo tenía escondido? Estos son los funcionarios que necesita el país. ¿Dónde estaba este Fiscal cuando robaron 300 mil dólares de la casa de Nelson Merentes? ¿Dónde estaba cuando la Asamblea chavista se negó a debatir el caso de Antonini Wilson y su maleta con más de 700 mil dólares?

El nuevo Fiscal tiene una memoria flexible y una moral caprichosa. Mientras él declara orondo frente a las cámaras, en otro país, en un territorio que la oligarquía bolivariana se empeña en negar, Isaías Baduel pasa más de 20 días desaparecido en los sótanos del poder. Cientos de presos aún esperan un proceso y un trato acordes con la ley. Yon Goicoechea y muchos otros siguen secuestrados por la inteligencia militar. La violencia del Estado es una acción pero también una amenaza, un miedo que se distribuye para crear el espejismo de la normalidad. El Poder Originario no está en el pueblo. El Poder Originario se lo robó el Sebin.

Pero por mucho que quieran imponérnoslo, el país de la ficción gubernamental no puede sobrevivir en las calles. Es cierto: el liderazgo de la oposición subestima al oficialismo, le cuesta mucho adelantarse a las acciones. Pero el oficialismo comete un error mucho más grave: subestima al pueblo. Ahora salen a promover las elecciones como si todos los venezolanos no supiéramos que han pasado casi dos años evitándolas, impidiendo que el pueblo vote. Ahora hablan de paz y de justicia, como si pudiéramos olvidar lo que los militares hicieron durante todos estos meses. Ahora le echan la culpa a Donald Trump de la crisis humanitaria, como si nadie recordara que siempre negaron que en el país hubiera hambre y escasez. La revolución es una quimera cada vez más frágil.

En el otro país, en el mapa que el gobierno ya no sabe leer, los noticieros van a los buses y la urgencia se expresa de otras maneras. Un tuit de Laura Helena Castillo lo resume perfectamente: “Si ganas salario mínimo integral, el ingreso completo de dos días de trabajo equivale a 420 gramos de queso blanco”. Ese es el límite de la fantasía oficial. Pueden prohibir el odio, pero no pueden prohibir el hambre. Entre la ley y el queso blanco, la Constituyente es una ilusión desechable.


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