WILLIAM ANSEUME | EL UNIVERSAL
Henrique Capriles es un púgil. No cualquiera: uno ágil, "mini-mosca" o "mosca". Entra al cuadrilátero sabedor del área. Mide toda la contienda. Su segundo, en la esquina, Ramón Guillermo, observa con detenimiento, consulta, recomienda, guía, protege. Pero Capriles ejecuta y de qué manera. Aprendió a cogerle la tesitura al terreno. Ya no es él. O no solo es él. Es una imagen sólida. Una representación popular habilidosa e incansable.
Los gritos del populacho no se hacen esperar, cual gallera sanguinolenta, apuesta, dice conocer todo y a todos, bebe, rumia, se salva o se liquida en cada enfrentamiento de estos, gana o pierde todo. El resto está permanentemente echado.
El otro es un peso pesado, con mucho poder y mafia dominadora del evento. Le cuesta moverse, lo hace plomado pero no con aplomo. Lento. Estorboso. Conoce al árbitro comprado y cuánto eroga permanentemente para obtenerlo, para contar definitivamente con él. Los jueces también: la pelea está ganada. Increíblemente ganada, sorprendentemente ganada, antes de la ejecución.
Al sonido de la campana el pesado intenta levantarse; mientras, el mosca, que no es "cazado por águila" ni por ningún otro bicho, ya le ha dado dos vueltas al cuadro. Va brincando, sudando, saludando a la multitud, hace fintas, estira las piernas, azuza. Mientras el pesado "lo busca por aquí, le sale por allá", el mosca salta del ensogado, da otra vueltecita, estrecha a Santos, baja al sur, está pendiente de todo al mismo tiempo, suda, mientras el second seca y aconseja. El pesado logra estabilizarse a empellones, sabe que no puede tenerse en pie, pero también conoce el poder que lo puso ahí, inútil y descolocado. Intenta moverse igual, oblicua los ojos, busca armas, golpes bajos, piedritas, es puñalero, da cabezazos. Contundencias rebotadoras: la trampa montada desde la isla.
Capriles pega, entra, sale, se activa. Da. Recibe. Vuelve a dar. Un gancho de derecha, hacia la izquierda, luego con la izquierda misma. Se frota el rostro, vuelve a entrar y a salir, le saca el protector al enemigo, al pesado. Mientras, el otro, el pesado, con abismal lentitud golpea firme, pero el peso mosca vuela.
El resultado de la pelea es harto conocido; el popular pierde por puntos en disputa "arrebatada", como aquellas de los japoneses, ante el estupor de todos. Pero Capriles sigue empeñoso en la conquista del cetro, de lo suyo, de lo nuestro que fue expropiado. Lo retan sus propios seguidores obligados, pero no calzan los puntos. Lo tratan de acallar desde la esquina contraria y a veces lo ponen contra las sogas. Pero allí está incólume en la lucha, dispuesto siempre a la pela, a recibir los golpes bajos y a ripostar. A desmontar la trampa. Contienda comprada no se gana sino por señera paliza y hay que darla en su momento, afinar la pegada, ajustar el ejercicio y liquidar, definitivamente, al adversario, no hay otra. Al mundillo mafioso y repulsivo, acobardado, que sostiene al impostor. También los pesados caen y con mucha más fuerza. El árbitro poco podrá decir. Tampoco los jueces. Y los puntos, sobrados, importarán ya nada. Rebasado el pesado; el mosca con mano alzada, para alegría suprema de todos y no esta miseria, esta tristeza chocante de país a la deriva. Por suerte, Capriles está en todos lados, amalgamando conciencias, juntando disimilitudes. Para nuestro beneplácito, decidió mantenerse y mantenernos en la pelea sin postración.
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