Fausto Masó / El Nacional
Hasta la propia familia de Nicolás sonó las cacerolas. Nunca ha habido en la historia de América Latina un presidente tan aislado, tan impopular y tan suicida que, como el avestruz, viva con la cabeza enterrada en la arena: no oye, no ve, no siente. Maduro se esfuma. Pobre Cilia. Está enterrando el chavismo, y los propios chavistas no saben cómo quitárselo de encima.
Esta semana las más grandes manifestaciones que se hayan dado en Venezuela invadieron las principales ciudades del país. Sin organización, sin recursos, espontáneamente, los venezolanos se tiraron a la calle. ¿Qué dice Maduro? Finge no enterarse. Vive en las nubes. Así no se dura en Miraflores.
¿Cree Maduro que en estas condiciones terminará su mandato? O, más sencillo, ¿llegará hasta diciembre? Solo una suerte prodigiosa lo salvará. Maduro tiene los días contados.
Luis Castro Leiva escribía proféticamente: “Todo en nuestra cultura y antropología políticas indica que las presidencias se inventaron en Venezuela, en esta república, para que las pudiera y supiera asumir alguien con ‘carácter’, en el sentido clásico de este concepto y no como si se tratara de un guapo o de una quimera”.
Eso es lo que le falta dramáticamente a Nicolás Maduro, personalidad, carácter, decisión. Anda perdido por el mundo, ni siquiera repite con propiedad el discurso de Hugo Chávez. Es un revolucionario sin revolución, un radical que se expresa como un conservador, un hombre de izquierda que piensa como uno de derecha. No es nada, pues. Llegó a la presidencia porque Chávez no quería a su lado a nadie que le hiciera sombra.
¿Cómo sigue en Miraflores?
Por la fuerza de la inercia, porque la oposición apenas este año decidió derrotarlo en unas elecciones para las que por fin se unió. Sin esa unidad tampoco ninguno de los líderes de la oposición hubiera llegado al Parlamento. Ahora, se requiere más, porque como ya lo hemos repetido, solo hay una silla presidencial, un gobierno, y todos aspiran al mismo. Maduro sigue en Miraflores, por esa razón, no por nada de lo que haga o deje de hacer.
Nicolás Maduro oyó, le retumbó en la cabeza, ese feroz cacerolazo que sonó hasta en el último pueblo de Venezuela. Maduro sabe que no lo quieren, pero ignora cómo irse. Qué drama.
Repetimos lo que ya escribimos, pero cuya actualidad se mantiene trágicamente: Venezuela es el único país del mundo con inflación de tres dígitos, con escasez de alimentos y medicinas por encima de 50%, y con “bachaqueo. Un desastre, pues. 73% de los hogares en Venezuela han caído por debajo de la línea de pobreza. El Fondo Monetario Internacional acaba de señalar que la economía venezolana registrará una caída del producto interno bruto de 8%, el mayor retroceso de cualquier país a escala mundial, y tres años consecutivos de contracción económica
Llegó la hora de pasar hambre.
Hoy la miseria llega a 80%, el producto sigue cayendo y no hay esperanzas a la vista, porque el destino ha vuelto ciego a Maduro, o quizá ya no se atreva a tomar las medidas que lo ayudarían, como acudir al Fondo Monetario Internacional, por ejemplo, porque solo tales medidas le permitirían a Maduro ganar tiempo. No lo hará. Maduro, como el avestruz, no ve lo que le rodea. Él mismo, en definitiva, se construyó ese final poco glorioso, ni siquiera un estruendoso cacerolazo lo hace despertar.
Maduro es la tumba del chavismo, una lección para Venezuela y para América de las consecuencias de la locura chavista.
A Venezuela le toca ahora poner los pies en el suelo.
¿Sabremos hacerlo?
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