Luis Vicente León / Prodavinci
Las condiciones para tener una elección democrática son específicas y perfectamente conocidas y compartidas en el mundo. No las decide una fuerza política dominante. Sin ánimo de ser exhaustivo, el voto debe ser universal, directo y secreto. Todos los ciudadanos tienen el derecho a votar, sin miedo y sin restricciones. Todos los ciudadanos tienen el derecho a postularse y a ser elegidos, sin bloqueadores ni limitaciones establecidas desde el poder. No puede haber partidos proscritos, ni candidatos inhabilitados. Las condiciones y oportunidades de todos los aspirantes deben ser iguales. Para que exista un campo de juego justo, no puede haber uso de recursos públicos en la campaña. Las instituciones electorales tienen que ser equilibradas y responder sólo a la Constitución. El proceso electoral tiene que ser transparente y verificable por todas las partes. Esa verificación se hace directamente a través de los testigos nacionales y los observadores internacionales calificados y reconocidos.
Cuando una elección no cumple con algunas de esas condiciones, se considera que hay una deficiencia democrática. Pero cuando hay un proceso electoral que no cumple con ninguna de esas condiciones, estamos frente a la ausencia total de democracia.
Una fuerza política que se enfrenta a un poder abusivo tiene frente a sí un aparente dilema: participar o no participar. Los argumentos de la no participación son muy fáciles de entender: ¿por qué ir a una elección sesgada? ¿Por qué validar un proceso ilegítimo, donde tus probabilidades de triunfo son claramente minoritarias? ¿Por qué aceptar condiciones no democráticas? En esta decisión, la estrategia es llamar a la abstención como un mecanismo de protesta y deslegitimación del gobierno abusador. Si además, la comunidad internacional está compenetrada con el problema y presionando por el rescate de la democracia en ese país, la coherencia parece indicar que debe rechazarse la participación, denunciar el abuso y continuar una lucha por el rescate de los derechos violentados. La preguntas que deben responderse desde el punto de vista estratégico son: ¿Qué significa seguir la lucha? ¿Existe la fuerza para conducirla? ¿Está unida toda la oposición para soportar una estrategia que a las primeras de cambio significa entregar el poder al gobierno sin que tenga que mover un dedo?
La segunda posibilidad es participar bajo protesta. El argumento se basa en la idea de que una fuerza opositora, contundentemente mayoritaria, si está unida puede superar las barreras y las desventajas, creando un momentum estelar de presión en el que el gobierno correrá riesgos relevantes por impedir el triunfo de la mayoría. Bajo este escenario, la falta de competitividad del proceso es muy clara. No se están chupando el dedo. Saben que es una elección contra corriente y con graves riesgos de derrota por estar controlado por el adversario. Pero cuando una oposición asiste a una elección en esas condiciones, debe hacerlo también bajo una estrategia coherente. Puede equivocarse, pero está apostando a que su lucha debe darse en todos los tableros y presionar al adversario a mostrarse tal como es.
Es una forma de hacer visible frente al mundo el abuso del poder y el despliegue de los bloqueadores prohibidos en democracia. El gobierno entonces asumiría el riesgo de quiebre que puede generar la rabia y la frustración de una población que se siente abusada en ese acto. El caso de Alejandro Toledo en Perú ilustra perfectamente de qué se trata ese momentum.
Cuando la mayoría está con el débil, puede jugar a la participación no competitiva porque confía en que su fuerza será de tal magnitud que es difícil ocultarla y su intento creará espacios de quiebre y tensión que no habría con la abstención, especialmente si el abstencionismo no tiene claro el día después.
Si la fuerza opositora, en cambio, es una mayoría estrecha o incapaz de generar unidad y confianza en sus seguidores, asistir a esa elección puede ser más bien un evento desastroso, pues termina de validar a su contrincante no democrático. Las condiciones del ambiente venezolano hacen pensar que una participación opositora, sin resultados en la negociación, ni cambios en las condiciones electorales, fracturaría a la oposición como en las elecciones regionales, lo cual tendría un pésimo pronóstico.
En la opinión pública se ha discutido la posibilidad de que la oposición participe con un outsider. Alguien que sea capaz de unificar a la oposición, movilizar el voto y defenderlo. Es un escenario que sin duda depende justamente de que la gente perciba esperanzas reales de triunfo, algo que a su vez depende de las condiciones electorales.
Por otra parte, la oposición no debe subestimar la opinión de buena parte de la comunidad internacional, que ya se ha manifestado sobre las condiciones asimétricas y la ausencia de competitividad del sistema electoral venezolano y que incluso ha anunciado que desconocerá los resultados de unas elecciones presidenciales que se realicen fuera de un acuerdo que garantice condiciones mínimas aceptables. Es muy importante que la comunidad internacional entienda la estrategia de la oposición, cualquiera que sea.
Una pregunta que me hacen con frecuencia es si vale la pena votar o abstenerse. Respondo, sin titubear, que ese no es el dilema actual. Si el objetivo es producir un cambio político en el país, el dilema no es si se debe votar o abstenerse. La pregunta central es si la oposición es capaz de reconstruir la unidad y movilizar a las fuerzas opositoras, pues la decisión correcta siempre será la que te lleve a actuar con coherencia estratégica y unidad de propósito. Divididos, la derrota está cantada, votes o no.
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