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viernes, 14 de octubre de 2016

El mercado del lujo y la dolarización se dan la mano en Venezuela. Por Mercedes Rojas Páez


Mercedes E. Rojas Páez-Pumar / @merce_rojas / Banca y Negocios

Los productos regulados de manufactura nacional juegan al escondite y causan ansiedad durante sus breves apariciones en los anaqueles. Mientras tanto la mercancía importada, aun olorosa a capitalismo, se convierte en la protagonista del horario estelar. Ciertos establecimientos improvisaron espacios para recibir a esta invitada de honor, a quien ofrecen a precio de joyería.

Es cada vez más común escuchar entre tertulias sobre estos espacios que comercializan productos extranjeros a precios dolarizados o como escribiera Luis Vicente León: “(…) importadores privados que se atreven a traer las mercancías a dólar negro y colocarla, maquilladita de DICOM, en canales formales, con precios de mercado internacional, una referencia que por cierto ha registrado una inflación de dos mil trecientos cincuenta por ciento en los últimos doce meses”.

Existen varios rincones en Caracas que exhibe torres de Nutella entre frutas y verduras. Café, aceite, sirope de maple, pasta italiana, papas Pringles, Splenda, cereales gringos que traen recuerdos de infancia en sus cajas de cartón, compotas, mayonesa y exquisiteces como salmón enlatado y trufas.

Es inevitable cuestionarse. Quién puede, en tiempos de crisis e inflación, desembolsillar estas estrafalarias sumas de dinero para adquirir productos que no son considerados de primera necesidad. Aún entendiendo que al venezolano le corre el consumismo por las venas, sin importar su clase social, resulta complejo procesar que con la situación económica que ha desmejorado la calidad de vida de millones, todavía existan consumidores dispuestos a hacer las compras en estos establecimientos.

El aceite de maíz marca Mazola cuesta en la página web de Walmart $3.87 y es vendido en uno de estos establecimientos por Bs 24.000,00. Entendiendo que el precio del dólar negro se ha mantenido sin fluctuaciones dramáticas, se hace imposible entender el salto abismal.

Una botella de agua gasificada marca S. Pellegrino se vende por Bs. 2.770,00 en el mismo local, un precio que no parece descabellado cuando la botella de dos litros de refresco está marcada en Bs. 2.000,00.

El absurdo aparece cuando unas cuadras más adelante, dentro de las instalaciones de un elegante bodegón de un centro comercial, se vende el mismo producto por Bs. 7.000,00.

“Hay comida, lo que no hay es real para pagarla”, sentencia un parroquiano durante una extendida conversación. Con la popularización de estos nuevos locales, que abren espacio entre sus repisas para las delicias del primer mundo, la premisa no resulta errada. No se trata de hacer un esfuerzo económico para conseguir un producto de primera necesidad a precio del mercado negro, se trata de una clase social que puede darse lujos a precios más que dolarizados. La regla es simple: hay oferta porque existe demanda.

Otros comerciantes hacen sus peripecias a puertas cerradas. Una oficina clandestina ofrece cigarros electrónicos, calculando el precio a la tasa de dólar negro del día. “Un pana me dio el teléfono y cuadré una cita por WhatsApp. En la tienda había como tres compradores el día que fui. Tenían de todo”, afirma alguien que logró entrar al local.

En la pequeña “frutería” hay una colita considerable para pagar. No me sorprende que el cliente con más mercancía por facturar sea una voluptuosa rubia oxigenada. Su ajustada ropa deja ver los CC amoldados a su nuevo cuerpo y mientras espera, se deleita comiendo un paquete de papas importadas y coqueteando con los vendedores mientras decide si sumará o no otro producto a la abultada cuenta. Afuera esperan hombres con actitud de escoltas y camionetas del año.

Hay quienes todavía pueden pagar por un frasquito de trufas, mientras no muy lejos otros se pelean por un pollo y hacen interminables colas bajo el sol para regresar a casa con algo de comer. Que cada quien saque sus propias conclusiones.

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