Por Luis Vicente León | Prodavinci
Fui enfático al criticar las protestas violentas, las guarimbas y las barricadas. Consideré (y considero) que es una acción masoquista que no lleva a ninguna parte. Pero también pienso (y sigo pensando) que la raíz de la protesta opositora es justa y que el gobierno debe atender las demandas de la sociedad o el problema escalará a dimensiones más complejas y peligrosas.
Vi con optimismo el diálogo. Sin tener expectativas sobredimensionadas y estando claro de que ambas partes iban ahí llenos de desconfianza. Pero el simple hecho de que se sienten y se abra un espacio de discusión es una oportunidad para buscar algunas soluciones claves que puedan destrancar el juego y mejorar las condiciones de la democracia en Venezuela.
Nunca es un proceso fácil dialogar entre adversarios en medio de una crisis. Las partes siempre piensan que lo hacen con malandros del otro lado y pierden demasiado tiempo tratando de protegerse los unos de los otros. Y agreguen a eso los intereses de muchos actores de ambos bandos para que ese diálogo no vaya a ninguna parte. Ha sido así incluso en los momentos mas álgidos de la historia mundial y en negociaciones con actores horribles. Sin embargo, en esos diálogos históricos se han logrado avances relevantes para la humanidad.
Pero el problema aquí es que las posibilidades reales de éxito dependen mucho más de lo que quiera hacer el gobierno que de lo que puede hacer la oposición.
Y estos últimos días parecen decirnos que ni el gobierno quiere hacer mucho ni la oposición puede ofrecer algo relevante sin representar a todos los sectores involucrados, especialmente a los más radicalizados.
Por eso el éxito de la negociación depende del gobierno, como también depende del gobierno su fracaso. Y parece que están jugando a este último, al menos en el plano político, mostrándose más interesados en algunas negociaciones que en materia económica.
Mientras el juego se tranca, el gobierno decide radicalizarse política y militarmente. No cede a ninguna de las solicitudes relevantes de la oposición, aunque la mayoría de ellas son completamente naturales y justas. El gobierno usa su fuerza bruta para intentar pulverizar la protesta, independientemente de que algunas de ellas puedan tener métodos inadecuados (quienes, por cierto, no son la mayoría). Y esto es sólo un sustituto absurdo a su incapacidad de negociar.
También el gobierno usa su monopolio de las armas legales (militares) e ilegales (los malandros armados) para “disolver” las manifestaciones de la sociedad. Las noticias diarias se llenan de ataques a universidades, bombas lacrimógenas, acusaciones fantásticas, presos y presos y presos que parecen indicar que el gobierno pretende reactivar la economía a costa de construir mil cárceles para tanta gente. Las declaraciones de los voceros oficiales se enrumban a criminalizar la solicitud de liberar los presos políticos y, al mismo tiempo, demoran la audiencia de Leopoldo López para demostrar que ellos son los dueños del balón, pero especialmente para desviar la atención de la gente de los problemas económicos severos que estamos viviendo.
El éxito parecen medirlo en el número de adversarios detenidos (incluyendo carajitos de 14 años) y no en el número de acuerdos para resolver los gigantescos problemas del país. Pero no importa cuántas bombas ni cuántos perdigones lancen, así como tampoco importa cuántos fiscales y jueces le complazcan en su necesidad de pulverizar al “enemigo”. Nada de eso importa porque estamos frente a un problema enorme. Todos lo venezolanos, incluyéndolos a ellos.
Está claro que el gobierno es más fuerte que la oposición en términos de armas e instituciones. Pero cuando se intenta acallar a la sociedad por la fuerza, sin resolver los problemas de fondo que originan esa protesta, lo único que se logra es fomentar la mutación de esa protesta a estadios más radicales y peligrosos. Construyen monstruos que los enfrentarán en el futuro con métodos mucho peores. E incluso haciendo posible que pequeños grupos puedan poner en jaque a todo un país.
No me importa que ambas partes me insulten y que termine convertido en el fastidioso del salón, buscando por todos los medios promover una solución pacífica a la crisis que estamos viviendo. Aunque eso sea más difícil que conseguir un pote de leche o un litro de aceite en Venezuela. Lo otro es una locura que nos llevará por un despeñadero y eso es algo que pagaremos todos. Y muy caro.
La crisis no se resolverá usando la fuerza bruta sino el diálogo inteligente. Y eso exige que todas las partes, pero especialmente el gobierno, entiendan que no negociar nos llevará a un barranco al cual ya cayeron muchos países y de donde tardaron siglos para salir.
Dime lo que quieras, lector chavista. Desátate, lector opositor. Pero esto lo digo por tus hijos, tanto como por los míos.
Es muy simple: ¿diálogo o precipicio?
Compártelo y Coméntalo en las Redes Sociales
Twittear |