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martes, 8 de septiembre de 2015

Entre caliches y venecos. Por Roberto Giusti


ROBERTO GIUSTI | EL UNIVERSAL

La sensación de lejanía y la propia situación que vivimos en nuestra muy peculiar coyuntura como país ha sido una de las causas que nos permiten ignorar el drama de los refugiados que hoy huyen del infierno de la guerra, del autoritarismo, del hambre y de la pobreza y tocan con desesperación a las puertas de una Europa en muchos casos reacia a abrirlas pese a las leyes de asilo imperantes en la Unión Europea.

Provenientes de Asia, África, del Medio Oriente, solamente en Alemania, el país más abierto a recibirlos, se calcula que a fines de año habrá acogido unos 800 mil. La tragedia de las pateras (lanchas) que se hunden en el Mediterráneo con un saldo de miles de víctimas, el viacrucis de miles de sirios retenidos en Hungría o la determinación de los marroquíes que desde las alturas del Monte Gurururú, esperan el momento para bajar y franquear la barrera que les impide el paso a la ciudad española de Melilla, a pesar de lo sensores electrónicos, las luces de alta intensidad, las videocámaras de vigilancia y los artilugios de visión nocturna, dan cuenta de que no sólo las antiguas colonias les pasan factura a las antiguas metrópolis, sino también que los conflictos regionales (provocados muchas veces por potencias geográficamente fuera del área) inevitablemente alteran la paz y la flacidez de la prosperidad que reina en los países cinco estrellas del norte. Ocurre, sin embargo, que muchos de esos emigrantes, rechazados y deportados a sus país de origen, lo vuelven a intentar, tal y como ocurría también con aquellos jornaleros mexicanos, "los camisas mojadas", que constituían la mano de obra barata para los cultivos de California y que después de uno, dos o tres tentativas, finalmente burlaban los controles.

Pues bien, esa sensación de lejanía de la cual hablaba al reinicio de esta nota desapareció de un plumazo para darle paso a una durísima sensación de cercanía con la deportación de ciudadanos colombianos a muchos de los cuales, dejando atrás toda una vida hecha en Venezuela, los obligaron a cruzar de vuelta el río Táchira luego de haberles destruido las casas y obligándolos a marcharse con lo que pudieran cargar en sus espaldas. Guardando las distancias de tiempo, lugar, de innumerables diferencias y demás complejidades, las imágenes se asemejan asombro samente como asombrosas son las historias que cuentan los desplazados.

Claro, la situación colombo-venezolana resulta peculiar porque, entre otras razones, Colombia es el segundo país el mundo con el mayor número de desplazados (poco más de 6 millones, con 137 mil registrados solo en el 2014). Y esa ha sido, por efecto de expansión, una de las razones de la colombianización de Venezuela, porque si las FARC, el ELN y los paramilitares se pasean libremente por extensas áreas de nuestro territorio nacional, debe ser por la ausencia del Estado venezolano.

De manera que las migraciones del pasado, signadas entonces por razones económicas o por la violencia de los años 50, comenzaron a intensificarse por el desplazamiento provocado por la agudización de una guerra (ahora de guerrillas e impulsada desde La Habana) que azotaba al país desde la muerte de Gaitán, fenómeno que al agravarse con la política de seguridad democrática de Uribe llevó, tanto a unos como a otros (paracos, guerrilla, hampa, narcotráfico y población civil), a buscar en Venezuela lo que estaban perdiendo en Colombia: un aliviadero y/o nuevas "fuentes financieras" y de control territorial, los primeros, y un sitio donde vivir en paz, los segundos. Pero al reproducirse el conflicto aquí y pesar de los pesares, muchos colombianos están regresando a su país y no solo porque los deporten de la peor manera, sino porque, paradojas aparte, sienten a nuestro país tanto o más colombianizado que la propia Colombia.

@rgiustia


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