Por Luis Vicente León | El Universal
Comenzaba a escribir mi artículo cuando, en uno de esos chats que me enloquecen a diario, recibí el video donde al final se ve al niño muerto. Los gritos de quienes grababan el video eran desgarradores: ¿Qué hace ahí? Y a los segundos: “Lo mataron, lo mataron”.
Trato de ser objetivo en todos los aspectos de mi vida. No es algo que siempre logro. Es quizás la parte más difícil de lo que hago. Pero esa noche se me encendió la rabia, la frustración y la ira, sin saber cuál más grande, más triste o más dolorosa. Y no eran los gritos, ni las acusaciones ni el ping pong de responsabilidades, porque en ese mismo momento todo era irrelevante para mí. Sólo una cosa llenaba mi mente: el niño muerto. No importa cuántos muertos haya y cómo algunos se desensibilicen sobre esas muertes. La muerte, y en especial la de un niño, de un sute de diecisiete, es una desgracia, un desastre, una tragedia y no puedo entender cómo alguien no lo siente así o lo ve como un evento frío, normal en una lucha o una guerra. Nunca lo ven así los padres del niño muerto, quizás eso explica porqué tantos padres y madres de Venezuela tampoco podemos.
Y entonces no pude hacer más nada. Qué me importaba ya lo que estaba escribiendo, luego de ver al niño muerto. Porque me daba igual quién es el niño, ni lo que hacia ni lo que tenía en mente, en su corazón o en su mano. Porque quien fuera o lo que hiciera no cambiaba mi sentimiento. Era también mi niño… y estaba muerto.
No se ve en el video la secuencia de los hechos. No sé que hacia el niño ahí y tampoco se ve el momento en el que muere, sólo se ve cuando ya está muerto.
Y no me importa si tenía un mortero o un cohete, o si en realidad lo que tenía era un juguete, porque lo único que a mí me importa es que era un niño venezolano, que sólo tenía diecisiete.
Y cuando se tienen diecisiete se tienen todas las estrellas en la cabeza y el corazón incandescente. Y las ilusiones. Y las esperanzas. Y el deseo de un futuro prominente. Y la vida cerca y los ideales frescos, y la muerte tiene que estar muy lejos, cuando se tienen diecisiete.
Cuando se tienen diecisiete se tiene el futuro entero y todo el presente. Pero si ese presente es feo, difícil y duro. Si tu libertad está comprometida. Si abusan de ti y de tu gente. Si no te puedes expresar a través de los mecanismos democráticos que nos da la Constitución y las leyes, pues no es de extrañar la disposición a luchar por el cambio y por el futuro que mereces. A veces en una lucha buena, otras malas y algunas veces inteligente.
La violencia no resuelve ningún problema. Es el problema. Y los resultados están ahí, tendidos en el piso, como el niño muerto.
Y mientras todo esto está pasando por mi mente, en otro de mis chats anuncian que llegó su mamá a la clínica y volví a llorar sin parar, sólo de imaginar lo que lloraría yo, ahí, al ver mi niño muerto. ¿Qué puedes sentir sino la tristeza más profunda, indescriptible, insoportable, que absolutamente nada en el mundo puede compensar o aliviar?
Ya van más de 70 muertos, muchos de ellos tan niños como este niño muerto. Nuestros niños muertos. ¿Sabes cuántas ilusiones se fueron con ellos? ¿Sabes cuántas lágrimas de dolor sincero? ¿Sabes cuántas familias destruidas y cuántas historias que nunca contaremos?
En la Venezuela que quiero, en la que merecemos, no pueden haber niños muertos, porque no se construye la vida, la felicidad y el futuro sino con niños vivos, que no podemos perder bajo ningún concepto.
Que Dios reciba a todos nuestros muertos y consuele a sus padres, familiares, amigos y a todo un país entero, que hoy sólo tiene duelo, pero que esperamos que muy pronto tenga libertad, felicidad y consuelo.
luisvicenteleon@gmail.com
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