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domingo, 8 de marzo de 2020

Sanciones, sanciones… me suenan. Por Luis Vicente León


Repito esta historia trimestralmente, simplemente para recordar que esto no se trata de deseos o esperanzas, optimismo o pesimismo o intereses abiertos u ocultos, sino simplemente hechos concretos...

LUIS VICENTE LEÓN

Como les comenté hace tres años cuando escribí mi primer artículo analizando la eficiencia (o más bien ineficiencia) de las sanciones generales para lograr el objetivo de provocar un cambio de gobierno, repito esta historia trimestralmente, simplemente para recordar que esto no se trata de deseos o esperanzas, optimismo o pesimismo o intereses abiertos u ocultos, sino simplemente hechos concretos que la historia nos ha mostrado una y otra vez. Pues aquí... de nuevo.

Entiendo y comparto el sentimiento de quienes exigen un cambio político. Pero ese deseo necesita acciones inteligentes, no sacrificios inútiles.

Lo que ha demostrado la aplicación de sanciones generales a regímenes autoritarios, es que lejos de sacarlos del poder los apuntalan, mientras empeora la situación que ya viven esos pueblos, originadas por el primitivismo y la corrupción de sus gobiernos.

Las sanciones generales aplicadas al gobierno de Venezuela, nada distinto a las de Cuba o Corea del Norte o Irán o Siria o Zimbabue: ¿qué cambio han generado en la relación de poder político interno en más de un año de su aplicación? Aunque suene crudo y me gustaría decir algo distinto, la respuesta es nada.

No se trata de una crítica abstracta o ideológica, pues si las sanciones generales estuvieran funcionando y se hubieran convertido en el factor clave que elevara el poder de negociación de la oposición, para presionar a la revolución a negociar una salida pacífica a la crisis, yo sería el primero en respaldarlas. Pero es obvio que esa vía no resuelve el problema, sino lo empeora o incluso origina que la población termine habituándose a una nueva forma de vida, social y económica, con la que termina sobreviviendo en un país más primitivo y retrasado, pero donde el gobierno y sus instituciones son capases de surfear y preservar el poder, tirándole una trompetilla a los intentos externos de sacarlo.

Decir que aunque las sanciones no saquen al gobierno “es mejor sancionar que no hacer nada” parte de un error dramático. No es verdad que sea mejor castigar también al pueblo, sabiendo que no resuelves el problema, pero que si le empeoras su vida. Es pedir un sacrificio inútil y absurdo. Es una posición injusta e inaceptable, típica de quienes ven ese sacrifico desde afuera, sin que los afecte a ellos y a sus hijos. Es una posición morbosa, que termina justificando que se castigue a un pueblo, ya suficientemente castigado, para tener al menos el fresquito de que algo pierden también los malos. Lo que no se dan cuenta es que ellos pierden mucho menos que el pueblo y el país y ganan en cambio más poder. Pero el segundo error es pensar que rechazar las sanciones significa pedir que no se haga nada. Claro que hay que hacer, pero se trata de articular internamente a la oposición, fortalecer la capacidad de la población para defender sus derechos adentro, fracturar a los adversarios (para lo son mucho más eficientes las sanciones personales, inocuas para el pueblo) y construir una oferta integral de garantías de poder, integridad personal y familiar y recursos económicos a las elites dominantes, civiles y militares, que realmente puede presionar a negociar una salida electoral, la única que realmente puede conducirnos a una salida estable y en paz. Como verán, la alternativa a las sanciones no es la cobardía, que usualmente mira todo desde lejos, sin tocar y sin arriesgarse, lejos del campo de batalla o del sacrificio. Es la valentía que exige luchar y negociar ahí, adentro, donde se puede ganar o perder, pero donde sin duda hay que estar para entender. Buen discurso el último de Guaidó en la Asamblea Nacional, pues se orienta exactamente al corazón de este tema.

luisvleon@gmail.com


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