Por Luis Vicente León | El Universal
Llegué al aeropuerto para volar a Maracaibo. La bajada fue un thriller. Con la autopista y la Cota Mil cerradas, serpenteamos por avenidas, callecitas y caminos verdes, llenos de gente y cola, de protestas pacíficas, reprimidas brutalmente, pero también más adelante vimos saquear un camión y matraquear a los carros que intentaban pasar de un lado a otro. Finalmente, llegamos al otro lado del polvorín y entonces, como si se tratara de una película en la que el protagonista cruza por un espejo encantado, nos encontramos con otra ciudad donde no pasaba absolutamente nada.
Resulta que hay tres ciudades distintas, pese a que las encuestas indican que el 90% de la población cree que el país está mal y quiere cambio. Una protesta pacíficamente. Otra que enloqueció con violencia y vandalismo y una tercera, donde parece que ni se han enterado.
Ya comentamos antes que las probabilidades de éxito de una protesta está vinculada a su masificación. A que la población de todos los estratos participe en sus propias áreas de influencia. “Abajo cadenas gritaba el señor y el pobre en su choza libertad pidió”. ¿Adivinen en qué parte no estaba pasando nada?
Una condición clave para la masificación es evitar la violencia. Yo la rechazo por convicción. Pero para quienes no comparten este valor conmigo, tengo otro argumento más potente como el anterior. Resulta que la violencia espanta la participación. Que los actos violentos (espontáneos o provocados) son desarrollados por grupos muy específicos, pero la mayoría de la población regresa a casa atemorizada cuando la violencia se apodera de la ciudad. Puede que los actos de protesta violenta sean muy mediáticos, lo que no son es masivos.
Conozco los argumentos que se dan para justificar la violencia (soy inmune porque nunca la justifico), pero separando mi posición personal y llevándolo al plano netamente funcional, los argumentos usados para explicar la violencia no resuelven el problema central de que no funciona para lograr el objetivo planteado por la oposición.
Está claro que en esa ciudad que se violenta hay cuatro grupos perfectamente identificados. 1) Los colectivos armados, que se pavonean abiertamente con su violencia para atemorizar, especialmente a sus vecinos y cohibirlos de participar. 2) Los opositores radicalizados (claro que los hay), provocados por la represión y la injusticia y dispuestos a todo, bajo la tesis de que el gobierno no reaccionará a la negociación ni a la protesta en paz. 3) Los infiltrados, que aunque son enviados por el mismo actor que los colectivos, tienen una diferencia fundamental. No desean que se sepa de donde vienen. Se mimetizan con la oposición con un doble objetivo: encender la mecha (cortica) de algunos opositores sensibles y crear la imagen de insurrección armada y terrorismo opositor, que tanto le interesa a quien los mandó. Y 4) un grupo auténtico y transparente. Los malandros de siempre. Esos que ven en la protesta popular y en la anarquía una oportunidad de oro para cometer sus delitos, como saquear negocios (que entenderán que es robar), cobrar peaje (que supongo que sabrán que es chantajear) o pedir plata a cambio de que no te pase nada (que espero entiendas que es cobrar vacuna) y con una franela adecuada y una consigna atractiva, por primera vez en su vida le harán odas a sus fechorías, confundiendo lucha con vandalismo.
Claro que es difícil controlar todo esto, pero de eso hablamos cuando les decía que las experiencias exitosas requieren de un líder influyente que guíe, motive y alinee. Sin eso, incluso los que acusan esta realidad mundial de caudillismo local, terminarán preguntándose, lo que yo me empiezo a preguntar: ¿dónde está el piloto?
luisvleon@gmail.com
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