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miércoles, 11 de marzo de 2020

Ernesto Cardenal y los riesgos de la esperanza. Por Alberto Barrera Tyszka


El poeta nicaragüense falleció la semana pasada. Su biografía se niega a la clasificación fácil: un hombre de fe y un revolucionario, un crítico del régimen de Daniel Ortega pero un defensor de Hugo Chávez.

Por Alberto Barrera Tyszka / The New York Times en español

Incluso desde su ataúd, el poeta Ernesto Cardenal siguió siendo polémico. Mientras el gobierno de Daniel Ortega decretó tres días de duelo nacional en Nicaragua, los seguidores de Ortega interrumpieron su funeral, de forma violenta, gritando insultos y llamándolo traidor. También en Twitter, ese cielo donde lo provisional parece permanente y cualquier complejidad se simplifica, las reacciones ante su muerte mostraron la misma paradoja: santo y hereje, profundo humanista y miserable castrocomunista, bendito y maldito al mismo tiempo. La polarización política no sabe muy bien qué hacer con la poesía.

La vida de Ernesto Cardenal (1925-2020) ofrece una extraordinaria posibilidad de recorrer buena parte del espíritu latinoamericano durante el siglo XX: es la historia de una búsqueda, en más de un sentido y en distintas dimensiones. Es un ansia por alcanzar sociedades más justas y menos impunes, un esfuerzo por no perder elementos originales de nuestra propia identidad, un intento por indagar y vivir de otra manera la espiritualidad, una exploración constante en el lenguaje, en la forma de pronunciar y de contar y cantar lo que somos. El poeta nicaragüense vivió a fondo y con plenitud este recorrido. Con todas sus contradicciones, con sus hallazgos y con sus errores; con fracasos, desencantos, pero también con una persistente fe en una utopía.

“¿De qué le salvó la poesía?”, le preguntó el periodista Antonio Lucas en 2009. “De la desesperanza”, contestó. Ernesto Cardenal vivía en la urgencia de la ilusión. Necesitaba aferrarse a la certeza de que un mundo mejor era posible y creyó en el hechizo de las revoluciones. Esto, en más de una ocasión, empañó su capacidad crítica o lo llevó a vivir paradojas como denunciar la dictadura de Daniel Ortega pero apoyar a Hugo Chávez. La esperanza también tiene sus riesgos. Es difícil desentrañar las complejidades políticas con salmos.

Pero no se puede analizar o ponderar la vida de Ernesto Cardenal a partir del esquema polarizante que está en auge hoy en el continente. Lo mejor de su existencia no se encuentra ni se define por su relación con Juan Pablo II o con Fidel Castro. Ciertamente, en ambos ámbitos, en la religión y en la política, Cardenal fue controvertido. Participó activamente en la teología de la liberación latinoamericana, leyó y reinterpretó los evangelios desde la experiencia de los campesinos pobres de Solentiname, decidió participar en política y se enfrentó de manera directa al Vaticano. Pero más que responder a una ideología, respondía a una ética. Siempre actuó desde la fidelidad a su propia vivencia religiosa. Su rebeldía era un acto de fe.

Todavía en 2014 mantenía sus posturas y declaraba la canonización de Juan Pablo II era “una monstruosidad”. Cardenal señalaba, con razón, la protección que el papa polaco había brindado a Marcial Maciel, fundador en México de los Legionarios de Cristo, acusado de pederastia y separado finalmente de la Iglesia por el papa Benedicto XVI. Cardenal hablaba desde la ética de las palabras, desde las escrituras. Por eso siempre fue un sacerdote incómodo.

En política, sus convicciones y apoyos fueron más erráticos y contradictorios. Su memoria crítica de la Revolución sandinista, así como su oposición frontal al régimen de Ortega y Rosario Murillo, contrastan con el respaldo a los hermanos Castro en Cuba o con la falta de cuestionamientos al gobierno de Hugo Chávez en Venezuela. Si bien es cierto que Cardenal mantuvo siempre su espíritu crítico (en su libro sobre Cuba denunció los campos de concentración, la persecución a los homosexuales y a los católicos, por ejemplo), su postura general hacia “las revoluciones” en el continente fue bastante benévola, tal vez hasta cándida. Quien lea el texto que, en 2005, escribió después de un viaje a Caracas, puede sentirse incluso indignado. La operación de venta de un espejismo es demasiado obvia, la ansiedad por sentir que la utopía existe aniquila la capacidad analítica del poeta. Esta ceguera, sin embargo, también forma parte de ese difícil y complejo trayecto que marcó el siglo XX latinoamericano. Es larga la lista de escritores y artistas —entre quienes estuvieron Octavio Paz y Mario Vargas Llosa, por ejemplo— que en algún momento apoyaron a la Revolución cubana.

Sostiene Rafael Rojas que, en la vida de Ernesto Cardenal, las referencias fundamentales no son Fidel y el Che sino el poeta José Coronel Urtecho y el monje trapense Thomas Merton. Es cierto. Ambos son determinantes en las dos experiencias que marcan y van empujando hacia adelante toda la existencia de Cardenal: la poesía como expresión literaria y como forma de vida. Merton era un teólogo contemplativo pero también era un escritor que cuestionaba el lujo y el mercantilismo, que celebraba la utilidad de lo inútil, la gratuidad de las palabras.

No en balde, a la hora de despedir a su vecino por más de 40 años, compañero además en las luchas políticas, en la ilusión y en el desencanto, Sergio Ramírez realiza un entrañable itinerario a través de su obra. Ni el duelo oficial, decretado por un gobierno al que Cardenal definió como una dictadura, ni la bulla de una turba invadiendo su velorio pueden opacar la verdadera celebración del poeta: sus libros, sus palabras, donde aún respira una vida que contradice las clasificaciones fáciles y que —a pesar de todos los riesgos— sigue apostando por la esperanza.


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