Marianella Salazar / El Nacional
Los representantes más “conspicuos” del oficialismo aceptaron como un valor entendido que no pueden llevar una vida sin sobresaltos, y se han eximido de aparecer sin escoltas en lugares públicos, centros comerciales y afines, porque no serán recibidos con aplausos sino con abucheos o insultos. Las consignas de los manifestantes, con más de cuarenta días protestando en la calle, que reclaman con bastante ingenio libertad, y condenan la represión asesina, les están excitando la soberbia a los responsables. Basta escuchar en el canal oficialista a ese reducto de patanes con programas de televisión que denigran de todo opositor y los “marcan” para consumo de las bandas armadas a su servicio, que actúan con la complicidad de cuerpos policiales y de seguridad.
No me alegra que insulten a ningún hombre, ni en físico ni a través de las redes, pero siento un fresquito por que reciban lo suyo, aunque sea de menor cuantía, como le pasó a Hermann Escarrá al ser fotografiado mientras seleccionaba con manifiesta lascivia un auto de lujo en una concesionaria de Mercedes Benz, en Miami, donde el exilio venezolano lo tiene ubicado, como al resto de los enchufados, para hacerles el fo cuando asomen la nariz en algún mall. El doble tránsfuga de Escarrá se lo merece, pertenece a una clase política formada en la maldad, donde lo abominable es su signo distintivo.
De alguna forma, el desprecio que ahora sienten en carne propia consuela a quienes han tenido que sufrir el destierro, obligados por las terribles circunstancias de un país que se ha vuelto tóxico y donde es imposible vivir en paz. Ya son millones los venezolanos, de todas las clases sociales, que han salido huyendo por la inseguridad, o por falta de oportunidades, por carecer de un empleo digno, o se han ido por la humillación de padecer durante horas las kilométricas colas que no garantizan la compra de algún producto racionado, o por los insufribles trasnochos y sinsabores que aguantan para obtener una mísera bolsa de comida del Clap, con calidad dudosa. Y, así, una larga lista de horrores.
La repulsa colectiva que se expresa en cualquier parte del universo no permite que una clase gobernante, envilecida y para nada benévola se pueda sentir cómoda o a gusto, porque el acoso verbal va dirigido a lo que más les duele, a sus hijos o familiares más cercanos, que están más accesibles para ser abordados y recriminados en sitios públicos. Ellos tampoco pueden disfrutar libremente de su nuevo modo de vida sin ser señalados, por culpa de sus padres, como responsables de la megacorrupción que ha llevado al país a la extrema pobreza y que ha hecho que unos venezolanos, con formación académica, tengan que vivir vendiendo arepas en Australia o limpiando pocetas en Estados Unidos.
Se ha invertido la dirección en que el desprecio puede ser expresado, porque son quienes se empeñan en permanecer en el poder a cualquier precio, ¡no sus hijos!, los verdaderos blancos de las pasiones desbordadas de los venezolanos esparcidos contra su voluntad por el mundo. Esos que gritan y agreden verbalmente en espontáneos actos de repudio son las verdaderas víctimas, cuyos corazones, a fuerza de recibir golpes, se han endurecido al límite de no poder contener sus ímpetus. Subestimaron durante mucho tiempo el clima de opinión y la capacidad de reacción de la población, ahora los venezolanos perdieron la paciencia y hay deseos de hacer justicia.
En medio de una crisis terminal, la gente en la calle está dando un potente mensaje, ha tomado conciencia de su poder como sociedad civil. El gobierno colapsa. Nicolás Maduro superó todo lo permisible, es el principal responsable de los asesinatos de jóvenes estudiantes y de la detención arbitraria de opositores pacíficos, de la ausencia de libertades, mientras sigue con sus bailes irritantes. Todo esto provoca indignación. Sus torpes pasos asquean. Y mucho, muchísimo. Después, que no se queje.
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